Ilustración: Iván Soldo
No estaba en las quinielas –la maquinaria de promoción de Hollywood rara vez tolera disidencias al margen del mercado–, pero este año a nadie le habría sorprendido ver a Willem Dafoe nominado al Oscar al mejor actor. Sus dos candidaturas anteriores fueron por personajes igual de extremos o singulares –por la lejana Platoon en 1987 y en 2001 por creerse demasiado su papel de Nosferatu en La sombra del vampiro–, y su reencarnación de Pier Paolo Pasolini bien merecía el mismo reconocimiento.
El biopic de Abel Ferrara sobre los últimos días del intelectual italiano se presentó el pasado mes de septiembre en el Festival de Venecia y, aunque polarizó a la crítica como suele ocurrir con sus provocadoras películas, nos devolvía a Dafoe en una de sus interpretaciones más íntimas y controladas, en las antípodas de otras más desaforadas como Corazón salvaje, Calles de fuego, The Loveless o Anticristo. Físicamente, Dafoe no se parece en nada a Pasolini, pero su sobrecogedor rostro ha dejado paso a una gestualidad comedida que lo convierte en una fiel reencarnación del director de El Evangelio según San Mateo. Y eso que el actor norteamericano prefirió interpretar sus largos monólogos interiores en inglés antes que en su rudimentario italiano, a pesar de que vive en Italia y está casado desde hace años con la directora Giada Colagrande.
Pasolini se estrena en nuestro país el 20 de marzo como la última muestra de la fascinación que el cineasta, poeta y pensador homosexual sigue ejerciendo en las nuevas generaciones. No hace muchos años que el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona le dedicó una exposición integral en la que repasaba su incómoda figura. Desde entonces, editoriales como Errata Naturae o Nórdica Libros se han esforzado por arrojar nuevas perspectivas a su legado como escritor y ensayista, especialmente centradas en la deshumanización de nuestra sociedad, con ediciones tanto de su célebre Chavales del arroyo como de textos inéditos en castellano (Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas) o su antología poética (La religión de mi tiempo). “No me he sentido como un actor que interpreta, he tratado de habitar los pensamientos de Pasolini”, contaba Dafoe a la prensa en Venecia. Con que el espectador se haya quedado con una mínima parte de ese ideario, el esfuerzo habrá merecido la pena.
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