Siempre he pensado que la población LGTB estaría naturalmente integrada en la sociedad cuando un gay o una lesbiana pudiese expresar en público su fe en Dios o su ideología de derechas sin que ello provocase una polémica a su alrededor que pusiese en duda la propia legitimidad del discurso de esa persona.
Parto de la base de que no todo el mundo considera su sexualidad como un argumento reivindicativo. Eso sería lógico desde un contexto de igualdad real. La ideología no tiene nada que ver con la orientación sexual pero sí la coherencia. Del mismo modo que no tendría mucho sentido que un terrateniente apoyase el fin de la propiedad privada resulta extraño que un gay español admita, hoy por hoy, que su voto es para un partido de derechas. Y repito, no tiene nada que ver con una obligatoriedad ideológica, argumento que rechazo. De hecho, ese vínculo entre homosexualidad e izquierdas es un producto de los 60, de la necesidad de aunar fuerzas contra un enemigo común, pero tampoco fue la panacea. Ni ser homosexual es sinónimo de ser de izquierdas ni ser homófobo es patrimonio de la derecha. Para mí la clave reside en que a la derecha española le falta compromiso para merecer ese voto. Y regalar el voto como quien da un cigarrillo en la puerta de una discoteca me parece una irresponsabilidad.
Les pongo un ejemplo. Ser gay o lesbiana de derechas en el Reino Unido es mucho más coherente que serlo en España. El matiz se encuentra en la actitud abierta de una ideología conservadora por dejar de ser excluyente. Cuando David Cameron dijo que estaba a favor del matrimonio igualitario porque era conservador aportó lógica al discurso tradicionalista y abandonó cualquier oscurantismo. Aparecieron once candidatos tories abiertamente gays en sus listas. Rompieron con el fantasma homófobo de la Thatcher y pidieron perdón por haber votado, en el pasado, contra las legislaciones que rompían con la discriminación de la población LGTB británica.
La derecha en España está en las antípodas de ese talante. El recurso a la ley de matrimonio igualitario, la objeción de conciencia a la que se acogen alcaldes y concejales para no casar a parejas del mismo sexo, bloquear propuestas no de ley contra el acoso escolar por orientación sexual, impedir que las mujeres lesbianas puedan inseminarse en la Seguridad Social o el reciente Plan de Apoyo a la Familia, que no es otra cosa que un último intento para demostrar que una familia homoparental no puede compararse a una tradicional, es lo que hace que un voto gay y conservador acabe siendo una incoherencia. No porque un gay no pueda ser conservador sino porque el destinatario de su voto no hace nada para merecerlo.
Hace unos años ya se hablaba de que un 25% de la población LGTB era de derechas. Cuando observo a parte de ese electorado veo personas defendiendo su negocio, no sus derechos. Y no me escandaliza. De hecho, esa es una actitud bastante lógica dentro del conservadurismo. Si el negocio va bien, todo lo demás irá bien.
Creo en la visibilidad de ese electorado, defiendo su derecho a manifestarse libremente sin tener que volver a sufrir el armario por su ideología aunque su actitud, en ocasiones, se me antoje más similar a la que tenían los gays de buena familia durante el franquismo que a un compromiso con su tiempo y su persona. Aquellos homosexuales sabían que el régimen era hostil pero tenían claro que con discreción y buenos contactos nada malo iba a sucederles, y podrían tener sus devaneos sin mayores consecuencias que algún pequeño susto y la mirada disgustada de papá. Eran el producto del régimen. Por eso me entristece que esa actitud aún esté vigente en lugar de exigir al representante de su partido un cambio auténtico en su política, una visibilidad recíproca, una responsabilidad real, no impostada, que le haga digno de su voto.
PACO TOMÁS ES ESCRITOR, PERIODISTA (DIRIGE Y PRESENTA EL PROGRAMA WISTERIA LANE EN RADIO 5) Y GUIONISTA (DE ALASKA & SEGURA EN LA 1). ACABA DE PUBLICAR SU PRIMERA NOVELA, LOS LUGARES PEQUEÑOS (EDITORIAL PUNTO EN BOCA).