La nueva película de Ira Sachs (Keep The Lights On) viene a cubrir un hueco que el cine gay ha mantenido desocupado durante demasiado tiempo: ¿Qué ocurre con el amor pasada la barrera de los 60? Si la idea que tenemos de él no es la misma que a los 20, ¿acaso no debería el cine plasmarlo de manera diferente pero igualmente fidedigna?
El mayor valor de El amor es extraño es servir de espejo a esa generación de homosexuales que se refiere a su pareja como ‘compañero’ y que disfruta tarde de unos derechos civiles que se le negaron cuando jóvenes. Y, para colmo, en un contexto socioeconómico nada esperanzador. Por eso la pareja que forman Ben (John Lithgow) y George (Alfred Molina), más acostumbrada a la homofobia que a las muestras de afecto en público, no convierte El amor es extraño en una película judicial sobre un evidente caso de discriminación.
En los primeros diez minutos, se casan, uno de ellos es despedido y los dos pierden su apartamento en Nueva York, pero Sachs elude el drama para mostrar un retrato generacional en clave naturalista que da buena cuenta del cambio en la percepción social del movimiento gay. Y eso va desde la frialdad con la que el director del colegio despide a George con los estatutos católicos en la mano a la naturalidad con la que el sobrino adolescente reprocha a su tío artista lo gay que resulta que un compañero de instituto pose para él. “Imagino que gay ahora significa estúpido”, dice Ben en un momento en el que empieza a creer que su presencia en casa de sus parientes es molesta. Aquí por fin el hombre maduro gay no es un personaje residual, es el foco del conflicto. Y nunca mejor dicho, porque nada de lo que ocurre en El amor es extraño habría sucedido si se tratara de una pareja heterosexual. Conviene que no lo olvidemos.