Qué maravilla que el drama de que su disco se filtrase inesperadamente el pasado fin de semana se haya convertido en el goce de disfrutar del mejor disco de Björk desde Vespertine (2001). La islandesa evitó dar mayor importancia al hecho de que su octavo álbum –sin contar bandas sonoras, colecciones de remezclas y directos– se empezase a compartir libremente, y entre lunes y martes lo lanzó oficialmente en plataformas digitales. El drama lo incluye de un modo explícito Vulnicura, y Björk ha preferido que sea la música la que hable.
Hay artistas que emiten comunicados de prensa para compartir con el mundo su situación sentimental. Björk ha preferido grabar un disco que documenta su ruptura con el artista Matthew Barney. Tal y como ella misma ha contado, las canciones que forman parte de este álbum se convirtieron en entradas de un diario íntimo en donde fue plasmando sus sentimientos desde el momento en que empezó a ser consciente de que su relación se iba a pique.
Se acabó el buen rollo cósmico inmortalizado en el irregular Biophilia (2011) y, paradójicamente, su mal momento personal propició que haya vuelto la mejor Björk, que ha buscado una cura para su vulnerabilidad –de ahí el término que se ha inventado para titular el disco– a través de la catarsis musical, creando tormentosos “paisajes emocionales”, como decía en Jóga, para buscar la luz al final del túnel. Y cual mater dolorosa se muestra en la portada, firmada, una vez más, por Inez and Vidooh.
Vulnicura arranca 9 meses antes de su separación –en ciertos cortes especifica cuándo los compuso– con la brillante Stonemilker, desde ya un clásico de su discografía, expresivo retrato de su confusión sentimental en donde las cuerdas adquieren una fuerza expresiva similar a la que tuvieron en Vespertine, y que se mantiene a lo largo de todo Vulnicura.
Es uno de los dos temas producidos en soledad por Björk, que en el resto de los cortes comparte crédito con el artista gay venezolano Arca, su principal colaborador en este álbum; que cuenta con un tercer nombre clave, The Haxan Cloak, mezclador y programador puntual. En Lion Song empiezan a cobrar mayor protagonismo los beats abstractos y punzantes, que combinados con las cuerdas y la voluble voz de Björk forman un triunvirato triunfal.
En History of Touches comienza el auténtico descenso a los infiernos, y el progresivo abandono de las estructuras propias de la canción pop, que culmina con los diez minutos de Black Lake, brutal minisinfonía, cargada de reproches a su ex, cuya escucha se hace tan áspera como gratificante. La minimalista NotGet, que tiene mucho de danza electrotribal con la que entrar en trance, marca un punto de inflexión en el disco.
Acto seguido llega el hipnótico ‘vals’ Atom Dance, con la colaboración de Antony Hegarty, cuya voz ha sido cuidadosamente desmenuzada y tratada. En la recta final, con Mouth Mantra, reaparece el vigor de unos beats desafiantes y la fortaleza de una Björk más crecida, que culmina su viaje con la esperanzadora Quicksand, escrita más de un año después de su ruptura. Y que provoca una reconciliación feliz con muchos que dábamos por imposible volver a emocionarnos de una forma tan plena con su música.