El tema afecta a todo el colectivo LGTB, pero a gays y lesbianas más singularmente. ¿Hay realmente un colectivo LGTB, conciencia de grupo, fuera de las asociaciones? Seguro que hay y seguro asimismo que falta bastante de esa conciencia grupal, que se basa inicialmente en conocer y reconocer nuestra historia de colectivo denostado y perseguido durante siglos, de donde surgieron muchos males y mucha fuerza…
Por fortuna para gays y lesbianas de ahora mismo, el Poder (que sigue siendo esencialmente heterosexual) y lo que un poeta puertorriqueño llamó “la mayoría moral”, decretó que la homosexualidad es aceptable y normal –aunque la Iglesia católica refunfuñe– y que por ello gays y lesbianas deben ser respetados y protegidos, pues su opción es ‘políticamente correcta’. Esta aceptación contra la que nada tengo, naturalmente, se hace más fuerte en tanto gays y lesbianas abandonen su antigua rebeldía de crear un mundo libre, paralelo y distinto a la heterosexualidad, y al contrario, tiendan a asimilarse más cada vez (como está ocurriendo) a los patrones heterosexuales. Matrimonio e hijos es lo básico. Solo los muy rancios pueden estar contra el matrimonio entre personas del mismo sexo y el nacimiento o la adopción de niñ@s en esas nuevas parejas, porque los hogares de lesbianas y gays casados, y sobre todo con prole, se parecen más cada vez a los modelos heterosexuales.
¿Estoy diciendo que no me gusta el matrimonio gay? No me gusta. Pero no solo lo respeto sino que me parece un derecho inalienable que, sin embargo, yo que tengo bastantes amigos felizmente casados, no usaré. Porque yo creo en una manera más libre de la homosexualidad (masculina o femenina) y en aquel ‘amor libre’ que no quería reglas ni hogares y que aspiraba a crear un mundo homosexual distinto del heterosexual, aunque con feliz convivencia entre ambos. Convivencia, no asimilación.
Antes de la etapa terrible del sida (digamos antes de 1982, más o menos), la lucha LGTB que predominaba era la de separarse amablemente de la heterosexualidad, no la actual tendencia de acercarse a ella. A mí no me gustaría presentar a mi pareja como “mi marido”, pongamos por caso, pues aunque dentro de treinta años igual el espíritu de la lengua ha cambiado, hoy por hoy, ‘marido’ es término con una inmensa carga sémica heterosexual. Prefiero presentar a mi pareja como “mi compañero” o “mi amante”, lo que –me consta– actualmente gusta mucho menos y peor aún (aunque era –es– parte de la cultura gay) si tú tienes 52 años y tu amigo/amante 22, por ejemplo.
Me permito recordar nombres que fueron emblemáticos en los 70/80 como René Schérer o Guy Hocquenghen en Francia –este último murió por la pandemia en 1988– o personas como Eduardo Haro Ibars (muy amigo mío) o Alberto Cardín, en España. Cardín era problemático y amargado, pero fue un pionero como el querido Eduardo Haro. Y ambos se sentirían ajenos ahora a lo que acaso llamarían la ‘domesticación’ de gays y lesbianas.
Está muy bien que los gays se casen y luzcan niños como el bueno de Ricky Martin (me parece muy antiguo) pero al ‘oficialismo’ LGTB, que también lo hay, ha de parecerle igual de normal que existan (existamos) otros gays y lesbianas, más radicales, más fieles a nuestra raíz, que aún aspiramos a un mundo distinto al heterosexual (la convivencia es otra cosa) y que aún sentimos lo que significaba no en superficie sino en su meollo, aquella frase de Gide: “Familias, os odio”. No odiaba a ninguna familia concreta, sino a la vieja idea de familia patriarcal que resurge tras la ‘corrección política’. Ser gay (o lesbiana) ni es ni puede ser una opción unívoca. ¡Respetadnos también!