Recapitulemos una última vez: Álex Salinas, un joven transexual, había cometido el tremendo error de querer ser el padrino en el bautizo de su sobrino. Tras varias idas y venidas, el Obispado de Cádiz y Ceuta sentenciaba hace apenas un par de días que era “evidente” que Álex “no posee el requisito de llevar una vida conforme a la fe y el cargo de padrino”.
Indignado y decepcionado, Alex confirmaba en los micrófonos de la Cadena Ser que “no quería saber nada más de la Iglesia”, por lo que había decidido apostatar. No era capaz de explicarse qué había ocurrido: “Me dijeron que lo importante es que fuera un buen cristiano. ¿Cómo me pueden decir eso si ellos no son ni buenos cristianos ni buenas personas?”, se pregunta. Y concluye: “Yo la fe la voy a seguir aparte, tal y como se debe, amando a las personas tal y como son, no prohibiéndoles estar en una iglesia porque sean gays, lesbianas o transexuales”.
Pero el Vaticano, que se había mantenido al margen hasta el momento, decidía romper su silencio. Y como es habitual, callados habrían estado más atractivos: “El comportamiento transexual revela en el ámbito público una actitud opuesta a la moral de resolver el problema de la identidad sexual de acuerdo con la sexualidad real de cada uno”.
Para que nos entendamos, según ellos, “es evidente que esta persona no tiene los requisitos de una vida acorde a la fe en la posición de padrino y, por lo tanto, no se puede admitir que desempeñe ese papel”. Lamentablemente, no nos sorprende.