En un momento de El club, gran premio del jurado en la pasada edición de la Berlinale, un sacerdote es sometido a un exhaustivo interrogatorio por un compañero jesuita a propósito de una muerte acaecida en su entorno más próximo. “Si se acaban los pobres, se acaban los santos”, le explica al interrogador para resumir su razón de ser.
Es una manera de justificar la existencia de un centro que ellos llaman de oración, penitencia y arrepentimiento, pero que es en realidad una casa de retiro donde acoger con el máximo sigilo a aquellos religiosos repudiados por la comunidad a causa de sus delitos cometidos. Dicho de otro modo, una alternativa a la condena judicial para esconder en secreto la podredumbre moral sin que sea necesario el arrepentimiento.
A riesgo de caer en el tremendismo pero alejado de cualquier moralina, Pablo Larraín entiende que la crítica al inmovilismo y el encubrimiento practicados por la Iglesia para que sus sacerdotes acusados de pederastia eludan la justicia y el ojo público debe erigirse sobre la doctrina del choque, sin ambages y mejor cuanto más escueza.
De ahí que El club sea un retrato valiente, directo, lacerante, crudo e incómodo de una comunidad formada por cuatro sacerdotes sobre los que recae la sospecha de abusos sexuales y por los que han sido alejados de la sociedad.
Larraín recurre a atmósferas frías, húmedas y sobrecargadas de niebla, y enmarca el relato en un paisaje inhóspito (la localidad chilena de La Boca) con una fuerza dramática que descarga todo su impacto cuando se decide a incorporar elementos de suspense.
Ni siquiera la única presencia femenina, la de una monja cómplice que vela por ellos con férrea disciplina, ni el galgo que mantienen como único divertimento, permiten un leve respiro al espectador. Al contrario, aumentan aún más si cabe la sensación de asfixia al comprobar que ante tal impunidad no hay redención posible.
NOTA: ★★★★☆