Llevo unas semanas tremendamente preocupado. Meses incluso, tal vez años. Una incógnita nubla mi visión, colapsa mi mente y desbarata el sistema social que había conseguido montar con tanto ahínco y tesón. Una duda intrínseca que busca salida y tan solo encuentra muros en los que estrellarse. Comparto mis inquietudes en las redes sociales, interrogo a amigos y conocidos, abordo a despistados transeúntes y les transmito este sentimiento que me corroe, que me ahoga, que me abraza y que me olvida, todo sin éxito alguno. Muchos huyen despavoridos cuando me ven aparecer. Y yo, yo solo quiero que me respondan a una pregunta: ¿dónde están los osos?
Cualquiera con ciertas dotes de observación podría decirme que en todas partes, que no queda ya espacio para un oso más en las calles de las principales ciudades. Y puede que crean tener razón, pero ya les advierto que se equivocan –ay, la naturaleza humana, qué volátil–. Nos hemos creído el espejismo de que el imperio de las barbas y el cierto gusto que ha adquirido parte de la población –masculina y homosexual– por el vello corporal, tanto propio como ajeno, no es más que el caldo de cultivo para un nuevo advenimiento del mundo osuno. Nada más lejos de la realidad. Los osos, como colectivo, como estereotipo, como minoría dentro de la minoría, vuelven a estar condenados al ostracismo. Y lo peor de todo es que ahora son los osos los que reniegan de los osos. Me explico.
Los osos, esos hombres rotundos, de generosas carnes y armarios llenos de camisas de leñador, se han visto desplazados, incluso dentro de sus propias quedadas, por un nuevo colectivo que ha decidido arrebatarles la etiqueta y conquistarla en su nombre. Son los ‘musclebear’. Hombres perfectamente ciclados que prescinden de la depilación en aquellas zonas corporales socialmente aceptadas para tener vello y apuestan por el láser en todas las demás. Aupados por el éxito en Instagram, se han colado en el universo osuno, arrebatándoles el terreno a los osos tradicionales y recluyéndoles, de nuevo, en un gueto todavía más pequeño. La historia se repite cuando pensábamos que ya la teníamos olvidada.
Los osos levantaron la garra cuando vieron que los estragos de la metrosexualidad, antes incluso de que esta tuviese una denominación, les estaban pasando factura. Se organizaron, reivindicaron su espacio y se constituyeron como una fuerza revulsiva ante los dictados de la sociedad. Construyeron su identidad y la pregonaron orgullosos. ¿Cómo iban a pensar que, a estas alturas, les tocaría armarse de nuevo y luchar para recuperar un terreno que creían suyo? ¿Quién podía imaginar que los clichés más estereotipados conseguirían abrirse camino en este reducto de redondeces? Para que luego se atrevan a cuestionar el poder de lo políticamente correcto.
Aogeba &Toutoghi por Jiraiya
No son pocas las voces dentro de la realidad osuna que se han atrevido a denunciar la situación que están viviendo. Reivindicaciones que buscan reinstalar la fraternidad que debería impregnar un colectivo ya de por sí castigado y menospreciado. ¿Para qué luchar entre nosotros cuando lo que debemos hacer es reafirmar nuestra identidad? ¿Qué hemos aprendido a lo largo de estas décadas de conquista de derechos si, a la mínima, nos señalamos con el dedo y ejercemos de jueces implacables con nosotros mismos? Tal vez la solución pase por no aferrarnos a las etiquetas, por dejar eso de oso y no oso, por entender que el individuo va mucho más allá de la suma de sus estereotipos, pero si no somos capaces ni de entender que la convivencia no es una cuestión de pelos, mal vamos. O peor, mal iremos.
José Confuso es escritor, articulista y autor del blog elhombreconfuso.com