Favorita para los premios Goya –acumula 12 nominaciones, incluyendo mejor película–, La novia ha polarizado a público y crítica como pocas películas españolas desde su presentación en el Festival de Cine de San Sebastián. Porque la libre y estilizada adaptación que Paula Ortiz (De tu ventana a la mía) firma de Bodas de sangre, una de las tragedias más populares y representadas de Federico García Lorca, no está pensada para complacer a todo tipo de audiencias. Al contrario, Ortiz apela a la vertiente más telúrica y plástica de la obra del poeta (“que yo no tengo la culpa, que la culpa es de la tierra”) y abraza su simbolismo hasta las últimas consecuencias. Tanto, que en su afán por epatar, esta interpretación extrema del drama lorquiano enseña sus costuras.
Sí, el esteticismo de La novia puede resultar forzado y su simbolismo excesivo, pero esta dubitativa novia con rostro de Inma Cuesta esquiva lo impostado, aunque no ayude la tendencia de masticar cada uno de los versos del poeta como si de aforismos se trataran –no hay que olvidar que sus protagonistas son campesinos–. Lo cierto es que, acostumbrados a las adaptaciones ochenteras y noventeras de nuestros clásicos, La novia, más cercana al Jane Eyre de Fukunaga que al Bodas de sangre de Saura, se sostiene por su cualidad de excepcional, por obligarnos a buscar en nuevas fuentes la pasión carnal de la que hablaba Lorca.
Los magníficos versos de Bodas de sangre prevalecen, apenas hay criba, y Ortiz arropa a su fatídico triángulo amoroso –cuesta encontrar a mejores representantes de toda una generación– con una exquisita partitura de Shigeru Umebayashi intercalada con canciones populares, una fotografía saturada de Migue Amoedo y un séquito de experimentados secundarios entre los que sobresalen Luisa Gavasa, Consuelo Trujillo y el desaparecido Carlos Álvarez-Nóvoa. Pese al ripio, ojalá La novia haya inaugurado una nueva corriente en nuestro cine consistente en adaptar más relecturas de nuestros clásicos. Será extrema y lírica, pero hay que verla.