Hace unas semanas saltaba la noticia de cómo algunas de las pertenencias de la singular Carmen de Mairena habían acabado en un contenedor de basura. Lamentablemente, no es nada extraño que una octogenaria sin descendencia pueda perder sus bienes materiales mientras pasa sus últimos días en una residencia. Para ello no hay distinción entre artistas y gente de a pie.
Ni tan siquiera hay diferencias entre rangos de artistas, ya que incluso los enseres personales de la mismísima Édith Piaf acabaron un día en la basura, con destino a un vertedero municipal que no hacía honor a sus años de trabajo. En el caso de Carmen, al igual que ocurrió con la cantante francesa, lo más positivo es pensar que algunos de sus vecinos hayan rescatado tales objetos y fotografías, aunque no haya un museo destinado para albergarlas.
Quizás a alguien le resulte disparatada la comparación, pero hay un matiz importante en el que los recuerdos de la cupletista barcelonesa cobran verdadera importancia. La vida de Carmen es la vida de una superviviente, frente a una dictadura, un desconocimiento, una sociedad moralista y unas instituciones que antaño miraban a otro lado. Seguramente, el provecho que obtuvo de su paso por televisión en los últimos quince años le haya servido para resarcir su estigmatización, casi a modo de final feliz e incluso de venganza tardía frente a todo ese éxito y dinero que siempre buscó y nunca obtuvo.
La intención de estas líneas no es la de un adelantado obituario, sino la de rendir unas palabras a modo de homenaje antes de que sea tarde. En el momento de su adiós, lo más probable es que solo prevalezcan todas esas imágenes que la lanzaron a la fama derrochando frivolidad desde la pequeña pantalla. Muchos recordarán al personaje y pocos a la persona, tan distintas entre sí.
La despedida de Carmen, junto a todos esos enseres en el cubo de la basura, es también la de una generación ya en extinción, personas que abrieron camino y que en vez de contar con leyes que les protegiesen, sufrían una legislación que les perseguía, castigaba y condenaba. Es nuestra historia más gris y no tan lejana, aunque por cuestión temporal ya queden pocos testimonios. El de la Mairena es uno de ellos, aunque sus mensajes siempre estuviesen destinados a la comedia más ordinaria. Ella, que sufrió vejaciones y calabozos, desconoce por completo términos tan actuales como ‘viral’ –qué duda cabe que lo es– o el manido y malintencionado ‘friki’, que asumía con desgana a cambio de sacarle rentabilidad a su actitud y genuino físico.
Esas fotografías de escenas de camerino y junto a otras vedettes, a punto de ser trituradas en el vertedero, son también el fiel reflejo de cómo las instituciones han ido marginando la cultura del espectáculo, incluso en ocasiones la cultura en general. Los objetos de Carmen tirados en plena calle coinciden con la destrucción de los televisivos y cinematográficos Estudios Buñuel, a sabiendas y con el consentimiento del gobierno. Todos esos míticos cines, teatros y salas de fiesta de arquitectura descomunal se convierten en grandes almacenes debido a que no existe un código que los proteja, a diferencia de lo que sucede en países vecinos, que por descontado cuentan hasta con una plausible ley de mecenazgo.
Nuestra memoria histórica se tambalea y torna en una amnesia ingrata hacia todas esas Cármenes con las que también perderemos vivencias y testimonios irrepetibles. No olvidemos su verdadero mérito, más allá de sus frases jocosas, porque un país que olvida de dónde viene y de dónde salió, difícilmente podrá valorar todo lo que venga por delante.
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