Despierto cada mañana con la sensación de que no hemos aprendido nada. Subo la persiana, abro una rendija para que se ventile la habitación y aspiro con fuerza ese aire derrotista que se cuela por la ventana. Preparo café, dejo puesta la actualidad de fondo y me hundo en el sofá a observar el devenir de la sociedad a través de las redes sociales –darle un altavoz gratuito a cada ciudadano ha hecho que nos demos cuenta de la precaria salud del entorno que vivimos–. Con cierto desasosiego, repaso las polémicas que han incendiado los ‘trending topic’ durante la noche –en la era virtual nadie duerme– y compruebo lo que vengo rumiando desde hace un tiempo: nos hemos vuelto víctimas de todo aquello que creíamos exterminado.
Nos hemos adueñado con ansia de los tormentos y las injusticias que han combatido las mujeres a lo largo de la historia casi sin darnos cuenta. Señalamos con el dedo al diferente, al que no cumple los patrones físicos socialmente establecidos. Menospreciamos a todos los que no se someten al imperio de la mancuerna y el bíceps reventón. Relegamos a una posición inferior al que ejerce un rol pasivo en los encuentros sexuales por el mero hecho de ser penetrado. Despreciamos la pluma y le damos la espalda a los gordos, los delgados, los bajos, los calvos, los que no llevan barba o a los que se la afeitan cuando no toca. Nos arrodillamos ante la eterna juventud y le rendimos pleitesía. Cantamos una oda a la abundancia económica, al tupé turgente, al narcisismo y a los ‘likes’ en Instagram. Sobre todo, a los ‘likes’.
Encontrar al enemigo en casa nos ha pillado con el paso cambiado. ¿Cómo íbamos a imaginar que un colectivo como el gay, que ha sufrido la marginación y el desprecio en sus propias carnes, acabaría convirtiéndose, a su vez, en verdugo? Nos hemos dejado deslumbrar por las bondades del presente y hemos olvidado las dificultades del pasado. Nos hemos vuelto intolerantes con nosotros mismos, irrespetuosos como ya lo fueron los demás con nuestros predecesores. Hemos reinventado el machismo para adaptarlo a nuestra realidad, convirtiendo a todo aquel que no se ciñe a las reglas del juego en la parte más débil y, por tanto, prescindible. Y como todo buen abusador, nos escudamos tras excusas peregrinas antes de aceptar y reconocer la realidad. Nunca somos nosotros. Siempre son los demás.
A las primeras de cambio, decidimos soltarnos de la mano del feminismo argumentando que podíamos construir nuestra propia lucha. Nos agrupamos con colectivos afines y comenzamos a caminar. Lástima que, en cuanto la sociedad nos fue abriendo, muy poco a poco, las puertas, apresuramos el paso para desmarcarnos de todo. Ahora, esgrimimos con impunidad los mismos privilegios que la sociedad nos ha concedido por el mero hecho de ser hombres y los usamos contra todo aquello que identificamos como femenino. “Plumas no. Pasivos no. Afeminados no”. ¿De dónde creen que viene el culto al músculo? Es la sociedad la que nos lo ha inculcado y nosotros, en lugar de rebelarnos, agachamos las orejas y aplaudimos. Así, comprenderán, no vamos a llegar a ninguna parte.
Olvídense de la ironía posmoderna y presten un poco de atención a su alrededor. No caigan en los linchamientos sin sentido que se propugnan desde redes sociales. Dejen que cada uno haga o deshaga a su antojo y no juzguen. No destruyan lo que hemos sabido construir como colectivo por un quítame de aquí estos pectorales. Ya nos sublevamos contra el heteropatriarcado en su momento. ¿Nos va a tocar hacerlo también contra el homopatriarcado? No fastidien.
José Confuso es escritor, articulista y autor del blog elhombreconfuso.com