¿Puede alguien llegar a cansarse de Michael Fassbender ante el aluvión de estrenos que acumula en los últimos años? La respuesta es no. Más allá del atractivo que le ha convertido en una de las estrellas más sexys de Hollywood, este alemán-irlandés a punto de cumplir los cuarenta se ha convertido en un fenómeno. Es un rostro habitual en superproducciones que triunfan en la gran pantalla y, a juzgar por sus proyectos pendientes de estreno, esa tendencia va a continuar al alza.
El secreto para no desgastarse reside en su capacidad para encarnar papeles en toda clase de géneros cinematográficos. Desde que diera el espartano salto al otro lado del Atlántico con su rol secundario en 300, no nos ha chirriado verle poniendo acento en Malditos bastardos, luciendo mente brillante en el sorkiniano Steve Jobs o arriesgando reputación dando vida al videojuego Assasin’s Creed. Su registro es tan amplio que resulta igual de creíble como androide en Prometheus –en breve retomará esta faceta en Alien: Covenant– que como torturado personaje shakespeariano en Macbeth. Si en el diccionario se asociase a cada adjetivo la foto de un actor, la suya debería aparecer junto a la descripción de polifacético.
En su nuevo estreno, La luz entre los océanos, explota su lado más romántico y pone a prueba la química con la oscarizada Alicia Vikander, su pareja no solo en la ficción. Dirigida por Derek Cianfrance, autor de Blue Valentine, es un drama ambientado en la Australia de los años 20 protagonizado por una pareja que sufre ante la imposibilidad de tener hijos. Cada halo en el horizonte, convertido en metáfora esperanzadora que va marcando las alegrías de los protagonistas, resulta tan armonioso como cada aparición de Fassbender en pantalla. Es lo que tiene estar en tu mejor momento.
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