Ser gay en un pueblo: la realidad de la España profunda

Muchas veces me cuestiono cómo es de complicado ser diferente en una sociedad que nos educa para ser fotocopias, donde lo inusual se paga caro. Este es el caso de mi amigo B.M., un joven que ya huyó hace un par de lustros de un destino maldito en una remota población de la meseta castellana. […]

7 febrero, 2017
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Ser gay en un pueblo: la realidad de la España profunda

Muchas veces me cuestiono cómo es de complicado ser diferente en una sociedad que nos educa para ser fotocopias, donde lo inusual se paga caro. Este es el caso de mi amigo B.M., un joven que ya huyó hace un par de lustros de un destino maldito en una remota población de la meseta castellana.

Desde muy pequeño, B.M. aprendió a la fuerza que cuando llegara a la edad adulta debería haber alcanzado dos sueños que su familia había planeado para él: casarse con la chica más guapa del pueblo y heredar el pequeño negocio familiar.

¿Pero qué pasa cuando descubres que no eres el hijo que tus padres habían planeado que fueras? Es ahí donde comenzó su calvario.

A la temprana edad de 6 años, B.M. ya sentía esa diferencia, algo que francamente le disgustaba. Era malo en los deportes y poseía una sensibilidad que le era difícil ocultar al resto. Este fue el motivo de los primeros sabotajes de sus propios compañeros y de la insistencia de sus padres de convertirlo en un niño ‘normal’.

“Pero niño, deja de portarte como si fueras una chica, ¡que te van a sacar copla!”, le repetía una y otra vez su madre.

Cuando llegó a la adolescencia, las hormonas le jugaron una mala pasada. Ya no era solo ese carácter dulce y tierno lo que lo delataba, es que ahora tenía ganas de besar a otros chicos. B.M. se acostaba cada noche deseando abrir los ojos a la mañana siguiente y descubrir que todo había sido una pesadilla. Pero no lo era. Era real, muy real, y cada día la realidad se hacía más incontrolable.

Llegó un punto en que esa realidad empezó a ser comentada por todos los vecinos del pueblo. Señoras cartera en mano cuchicheaban a su paso, mucha gente le retiró el saludo por miedo a ‘contagiarse’ y sus propios compañeros y amigos comenzaron a insultarle allá donde lo encontraran.

Maricón. Esa fue la palabra con la que le marcaron y que le perseguiría durante toda su vida.

Ni su casa era ya un lugar seguro donde poder esconderse. Y es que su propio padre le retiró la palabra debido a los rumores; y su madre decidió mudarse a una dimensión paralela ya que no sabía cómo actuar.

Los insultos empezaron a derivar en bromas pesadas y más tarde en un acoso puro y duro: palizas, humillaciones en público, pintadas en la puerta de su casa…

Mientras tanto, B.M. se sentía solo –ya que todo el mundo le había dado la espalda–, incomprendido y decepcionado consigo mismo. Habría matado con tal de poder cambiar.

Su sueño desde pequeño había sido huir a Madrid cuando acabara el instituto. Había oído que allí había gente muy variopinta, y que era muy difícil que te encontraras siquiera con algún conocido por la calle. Allí dejaría de ser “B. el maricón”.

Pues eso hizo. Nada más acabar el instituto, huyó. Corriendo, y sin mirar atrás. Todo lo lejos que pudo. Allí descubrió una nueva manera de ver las cosas, y es que la falta de personas como él a su alrededor lo estaba volviendo loco.

Comprendió dos cosas. La primera, que su forma de ser no tenía nada de malo, es decir, que el enfermo es el homófobo y no el homosexual. La segunda, que todo acaba en algún momento, y que al final del camino solo quedas tú mismo. Por eso, a ti más que a nadie es a quien tienes que mimar y querer, porque si esperas basar tu felicidad en lo que piensan los demás de ti, dicha felicidad nunca llegará.

 

Esta es una historia como tantas otras que lamentablemente siguen sucediendo en muchos pueblos de España. Para todos los que estéis solidarizados con la causa, o seáis víctimas de acoso homófobo de este tipo, os queremos presentar al colectivo Violeta. Ellos luchan precisamente por visibilizar al colectivo LGTB en los pueblos. 

 

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