Cuando los heterosexuales tienen dudas acerca de las inclinaciones eróticas de alguien, buscan a un amigo gay y le piden su veredicto, como si la homosexualidad fuera un fenómeno detectable a simple vista por peritos o técnicos especialistas: “¿Fulano es gay?”. No piden una opinión, sino un dictamen. Tienen la curiosa idea de que los homosexuales, como los vampiros o como los lagartos de aquella vieja serie de televisión que se titulaba V: Invasión Extraterrestre, nos reconocemos entre nosotros con un simple roce sensorial.
Yo nunca he tenido esas pericias. Salvo a aquellos que salían a la calle con tacones y peineta, era incapaz de reconocer a un homosexual por su aspecto o por sus maneras. Si me cruzaba por la calle con un chico que me sostenía la mirada, lo atribuía a cualquier razón menos al flirteo; si veía a alguien muy acicalado, pensaba que podía ser estilismo modernista; y si coincidía con uno de esos machos arquetípicos de cualquiera de las tribus gays, me asaltaba enseguida la duda de hasta qué punto estaba reconociéndole correctamente. Todo esto en el caso, improbable, de que me enterara de algo de lo que pasaba a mi lado.
Siempre he creído que la mayor parte de los homosexuales son invisibles: no tienen uniforme, no hablan con el mismo tono de voz que Lady Gaga, no llevan el botecito de
popper en la mano y no se dan mechas rubias. Un oficinista gordo de mi edificio es gay. Un jubilado canoso que pasea por mi calle es gay. Un compañero de oficina desastrado es gay. Una vecina de melena larga y faldas elegantes es lesbiana. No hay cánones, no hay paradigmas.
¿O sí los hay? Yo, poco a poco, fui aprendiendo a reconocer algunos gestos, algunas actitudes, algunas formas de mirar, algunas indumentarias sutiles, y así, con la experiencia, llegué a descifrar los enigmas más evidentes. Cuando un amigo o un familiar me preguntan: “¿Cristiano Ronaldo es gay?”, les respondo que sí sin dudarlo. Pero si me preguntan por un compañero, un primo o un transeúnte de la calle, normalmente no sé qué decir.
Sin embargo, a los participantes gays de First Dates, ese reality televisivo que a unos les fascina por su emotividad y a otros por su estulticia, les reconozco según se asoman. Llevan en la hechura el molde clásico de la homosexualidad, la caricatura de lo queer. Parece que han sido elegidos para representar simbólicamente a una comunidad, como el torero español, el ligón italiano o el cocinero francés. No sé cómo se hace el casting del programa, pero en algún momento da la impresión de que los participantes son actores disfrazados para representar su papel.
Lo único inquietante de este asunto es que a pesar de todo lo que ha llovido, con leyes, avances sociales y reivindicaciones cumplidas, se conserven inmutables algunos estereotipos. Es inquietante que la cuota gay esté cubierta con folclorismo, aunque el folclore, en sí, sea magnífico. Viva la pluma, vivan Madonna y Barbra Streisand, y vivan las camisetas de manga corta en pleno diciembre; pero que todo ello viva dentro de un ecosistema con más especies.
Si el presentador de First Dates no fuera Carlos Sobera, sino Noé, deberíamos pedirle que metiera en el arca a una pareja gay de cada clase: oficinistas gordos, lesbianas con guantes de satén, jubilados achacosos e hinchas del Real Madrid. Hombres y mujeres mediocres, invisibles, imposibles de distinguir en un primer vistazo. Tal vez esas personas no escriban a First Dates, un programa que, por su propia impudicia exhibicionista y delirante (¿a quién se le puede ocurrir ir a un reality de la tele a buscar pareja?) selecciona ya el público con el que cuenta. Leones con la melena rubio ceniza y jirafas con cola de pavo real.
LUISGÉ MARTÍN ES ESCRITOR Y ARTICULISTA. SU ÚLTIMO LIBRO PUBLICADO ES EL AMOR DEL REVÉS (ANAGRAMA).