He encontrado mi misión en la vida. Tan solo me ha costado poco más de tres décadas conseguirlo. No está mal, aunque las canas de mi barba se empeñen en desmentirlo –no tienen ni idea de cuánto las odio–. De golpe y porrazo, me he quitado de encima la premura del éxito, la pujante necesidad de triunfar cuanto antes. A los veinte ya somos viejos para casi cualquier cosa. Ni pensar lo que puede ocurrir cuando pasemos la treintena. No saben, los pobres, que esos pectorales no siempre estarán así de firmes. Que todo cae. Y peor, antes de lo que piensan. Pero no nos desviemos. Como les decía, por fin he encontrado mi misión en la vida. El sentido de mi existencia, la razón de mi creación, ¡la luz que me guía! Qué tranquilidad se respira cuando todo encaja. Pasen y tomen asiento. Pónganse cómodos.
“Ha vuelto a ocurrir”, leía hace poco en una red social. “Alguien me dijo ayer: ‘eres muy guapo, gordo pero muy guapo”. La desfachatez convertida en tuit. Sin saber, sin conocer, sin detenerse a valorar la situación. Sin pensar que unos pocos caracteres pueden acabar con la autoestima de cualquiera. Sin entender que ese cuchillo que blandimos puede cortar. O peor, asumiéndolo y atacando con fuerza. De repente, alguien ha decidido que la humanidad está capacitada para decir lo que piensa en cualquier momento. Que la sinceridad extrema nada tiene que ver con la mala educación y que ejercerla es un hecho destacable, una cualidad. Se nos ha abierto la puerta para que entremos y arrasemos con cualquier cosa. Nos creemos con la libertad de opinar sobre el físico de los demás, sus comportamientos y la interacción que mantiene con otras personas. Qué suerte no haber sido adolescente en la era de Internet. A las canas de mi barba les doy las gracias. Aunque las odie.
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Nos molesta que la gente no sea exactamente como nos place y se lo hacemos saber. Y, claro, algo bulle dentro de mí hasta que explota de la forma menos pensada. Fue entonces cuando decidí crear el Club del Matojo Salvaje. Una sociedad secreta, virtual, insurgente y revolucionaria. Una mancomunidad nacida del desprecio a las imposiciones sociales, a la corrección, y sobre todo, al rasurado. Sí, ya lo he dicho. Los miembros del club apostamos por un pubis libre, sin complejos ni condiciones. Una oda a la naturaleza, a la rebelión, al hirsutismo inguinal. ¡No a la tala! Estamos hartos de que se nos cuestione, se nos señale, se demonice lo que, en otros tiempos, era la máxima expresión de la sensualidad. ¿Quién no ha tenido que sufrir, desgraciadamente, comentarios maliciosos a la hora de desprenderse de la ropa interior? “Es por higiene”, rezan los infieles. Afeitemos, entonces, melenas, barbas, cejas y pestañas. ¿Ven en qué nos hemos convertido?
Los cambios empiezan siempre por uno mismo. Por pequeños que sean. Insignificantes. Pero cambios al fin y al cabo. Liberarse de las tensiones del arreglo floral imperante en las entrepiernas patrias no es más que un símbolo, un golpe sobre la mesa, el tan denostado puño en alto. No dejemos que nadie nos ataque con nuestro físico. Digámoslo alto y claro. En la calle, en las redes sociales y en las apps para ligar. No hemos llegado hasta aquí para que nos humillen, nos menosprecien o nos arrinconen. Si no te gusta lo que ves, es tan sencillo como seguir caminando. ¿Qué te empuja a socavar la autoestima ajena? ¿La satisfacción personal? ¿El regodeo del sufrimiento? El entorno virtual se ha vuelto más hostil que nunca. En el Club del Matojo Salvaje siempre serán bien recibidos. Tan solo tienen que confiar y dejarlo crecer. Pruébenlo. Y luego, llámennos. No se arrepentirán.
José Confuso es articulista, columnista y autor del blog El Hombre Confuso.