La conocida como guía roja hace y deshace cada año, al conceder (o eliminar) sus ansiadas estrellas (de una a tres), la máxima excelencia en un negocio gastronómico. ¿Lo hace a su antojo? No tanto; son los inspectores del fabricante francés de neumáticos quienes tienen la última palabra para incluir un restaurante en esta constelación tan atractiva como traicionera. Esta es su historia…
Un día, André Michelin vio que aquel manual para conductores y ciclistas que recomendaba lugares en los que los viajeros podían comer (bien) sostenía un banco ‘cojo’ en un taller mecánico de Francia. Esto le exasperó y fue cuando dijo, contundentemente, una gran verdad: “La gente solo respeta aquello por lo que paga”. Fue así como La Guía Michelin, que esta empresa que él dirigía había lanzado en 1900, pasó así de ser gratuita a tener precio [hoy cuesta 25 euros].
Sus famosas estrellas no ‘lucieron’ hasta 1931, año en el que se instauró este sistema de evaluación de restaurantes. No es caprichoso, sino el ‘balance anual’ de un equipo de inspectores (en España hay una docena), dedicados a viajar para dilucidar su nivel de excelencia.
Aquí no hay TripAdvisor ni votos de expertos en rankings que valgan, sino la opinión de unos ‘seudo Hércules Poirot’ que visitan anónimamente establecimientos con el potencial de obtener una estrella (recordemos que es una empresa de neumáticos quien la edita, y nació guía para viajeros, y una estrella significa, literalmente, que es un local con “cocina de gran fineza. ¡Compensa pararse en el viaje!”), dos estrellas ( estamos ante un establecimiento con “una cocina excepcional. ¡Merece la pena desviarse!”) o tres estrellas (es un restaurante con una “cocina única. ¡Justifica el viaje!”).
Los inspectores comen y trabajan así: sin identificarse, reservan, llegan al local, analizan (poniendo el énfasis en el plato, sin olvidar la sala), pagan, piden información adicional y se marchan. Con su muñeco neumático (Bibendum) como imagen, Michelin es sinónimo de hermetismo: hasta que se anuncian las nuevas estrellas en una gala anual en noviembre (la última se celebró en Tenerife el pasado mes de noviembre), es improbable saber su veredicto.
Pero no todo son astros [estrellas] en este ‘circo’ culinario. España y Portugal comparten guía, con 85.000 ejemplares vendidos al año. De los 1.627 restaurantes incluidos en la Guía Michelin 2018, 11 tienen tres estrellas, 25 doble y 159 una; el resto simplemente figura en este manual de tapas rojas sin lucir distinción (salvo 253 con un ‘Bib Gourmand’, símbolo de buena relación calidad-precio). Por cierto, el premio es para el establecimiento, no para el chef, que no obstante, con su trabajo asume la ambición de obtener estrella y conservarla anualmente.
Y no, un negocio no puede solicitar ser ‘estrellado’ al fabricante francés de neumáticos. Y luego está el otro lado de la moneda: por presión, hartura o costes (se estima un incremento del 30% para que un negocio mantenga el ‘lujo’ exigido por Michelin), algún hostelero incluso ha renunciado a la alta cocina con estrella, como el galo Michel Bras.
La ‘monografía’ marina de Ángel León en el restaurante Aponiente (en El Puerto de Santa María) [1 en la foto collage superior] y la cocina contemporánea del televisivo Jordi Cruz en ABaC (Barcelona) [2] son los dos nuevos triestrellados en nuestro país.
Ángel de León con el equipo de Aponiente. El restaurante ha conseguido su tercera estrella.
Jordi Cruz, muy mediático por su participación en MasterChef, es otro de los nuevos triestrellados.
Son cinco los locales que suman la segunda estrella:
Dos en Barcelona, Disfrutar (de los ‘ex Bulli’ Eduard Xatruch, Oriol Castro y Mateu Casañas) [número 3 en la foto collage de arriba] y Dos Cielos (de los gemelos Sergio y Javier Torres) [4].
En Albacete, la fórmula manchega de Fran Martínez en Maralba (en su restaurante Almansa) [5]; la cocina murciana de Pablo González en Cabaña Buenavista (El Palmar) [6] y la reválida de los Sandoval en la ‘mudanza’ de Coque, del pueblo de Humanes a la calle Marqués de Riscal en Madrid [7].