El metro es el medio de transporte público más utilizado por los madrileños y los visitantes de la capital. Más de 600 millones de personas hicieron uso de sus instalaciones el pasado año. Si tenemos en cuenta que en España viven alrededor de 46 millones de personas, esto significa que los usuarios del metro de Madrid fueron trece veces la población de España. Vamos, que mucha gente coge el metro. Muchísima. Cada uno de su padre y de su madre. Intuyo que más de una vez han compartido vagón un torero y una vegana, una monja y un ateo o un anarca y una votante del Partido Popular. Y es que el metro es multitud y diversidad. El problema llega cuando esta diversidad es explícita, cuando las diferencias son visibles.
Unos días después del día de San Valenqué, un jueves cualquiera, volvía a casa en la línea 6 del metro, la que probablemente sea la más transitada de todo Madrid (y la línea que más odio, porque está en el inframundo y porque entre estación y estación me da tiempo a leerme la saga entera de Crepúsculo). Era un recorrido de diez paradas, sencillo, sin transbordos y aparentemente tranquilo. Ahí estaba yo, sentado haciendo manspreading porque básicamente no había nadie en el vagón; con mis uñas rositas, calcetines del mismo color y leyendo Manifiesto contrasexual de Paul B. Preciado, cuya portada es un señor bellamente travestido.
Estaba tan concentrado en lo que leía que poca atención prestaba a la gente que entraba al vagón. En algún momento de mi trayecto debieron entrar dos chicos en pitillos vaqueros, náuticos marrones y camisas probablemente de Pedro del Hierro. Gemeliers. Los dos llevaban un corte de pelo inspirado en Bertín Osborne al que decidieron añadir unas discretas patillas que yo ni perdiendo una apuesta llevaría. Cuestión de gustos, moda y estética. Yo llevaba las uñas pintadas y ellos unas patillas a lo Morante de la Puebla. Yo, calcetines rosas, y ellos, náuticos de cuero. Estaba leyendo un libro sobre la teoría queer y ellos hablaban sobre cómo uno de sus bros era muy buen delantero pero bastante chupón.
“Hermano, que lleva las uñas pintadas. Mira, mira. Será maricón…’. ¿Qué pretendían? ¿Querían saber de dónde era mi esmalte?”
Me interesa tan poco el fútbol que, casi de forma instintiva, mi cabeza dejó de leer y comenzó a escuchar lo que estos decían. Ella curiosa. El amigo de estos individuos era el mejor del equipo, pero un egoísta porque jamás pasaba el balón a sus compañeros. “El maricón solo quiere marcar él”, decía uno. Esta fue la primera vez que pronunciaron la palabra maricón en su discurso. “Para maricón el de enfrente”, contestó el otro. Bien, justo lo que yo quería, dos gallitos hablando de mí. “Hermano, que lleva las uñas pintadas. Mira, mira. Será maricón…”. ¿Qué pretendían? ¿Querían saber de dónde era mi esmalte? Yo seguía a lo mío –o lo intentaba, porque realmente no estaba prestando atención a las páginas de Preciado–. “¿No le da vergüenza salir así de casa?”, dijo uno. “Tío, que lleva calcetines rosas…”. Con lo que me había costado combinar mi modelito, alguien se había dado cuenta, menos mal. “Mira el travelo que sale en su libro”. Me estaban analizando a la perfección, qué seres tan observadores.
Por fin llegué a mi parada. Cerré mi libro, abrí la mochila, lo guardé y salí tranquilamente teniendo cuidado para no introducir el pie entre coche y andén. El par de protofutbolistas salió también, pero no quise hacerles demasiado caso. Anduve por los desérticos pasillos unos diez metros en absoluto silencio hasta que uno de ellos, entre risas, decidió alzar la voz. “¡Eh, tú, maricón!”. No había nadie más en la estación de metro, y mucho menos otro maricón. Me giré, los miré con mi cara antimachirulos y seguí mi camino. Ellos seguían detrás y cada vez venían a más velocidad. “Sí, tú, maricón, solo queremos ver tus uñas…”. Estaban disfrutando como yo con una clase de los Javis en el 24h de OT. Se reían y mucho. “Puto maricón, ¡que no corras!”.
“Ellos seguían detrás y cada vez venían a más velocidad. ‘Sí, tú, maricón, solo queremos ver tus uñas’. Ellos estaban disfrutando como yo con una clase de los Javis en el 24h de OT”
Subía las escaleras mecánicas hacia el mundo exterior de dos en dos. No hacía tanto ejercicio desde mi última clase de educación física en el instituto. Ellos, deportistas y futboleros, corrían detrás de mí sin cansarse. Salí de la estación, ya casi estaba en casa. A ellos no los vi salir, y creo que jamás salieron. Sabía que tenían que hacer transbordo a la línea 9 porque lo había escuchado mientras cotilleaba su conversación, así que supuse que no iban a salir simplemente para preguntarme el nombre de mi esmalte de uñas. Llegué a mi portal, me senté en las escaleras y escribí un whatsapp en el grupo de mis amigos. “Me acaban de perseguir dos tíos gritándome ‘maricón’ en el metro”.
No estaba asustado, pero sí sentía rabia e impotencia. No entendía ni entiendo por qué alguien querría perseguirme a gritos por no hacer absolutamente nada. Llevaba las uñas pintadas siendo hombre cis, efectivamente. Vestía de rosa teniendo un pene entre las piernas, sí. A mí no se me pasó por la cabeza perseguirles al grito de “fachas”. Tu vestimenta y apariencia física no determinan tu sexualidad ni ideología y, aunque consideres que un chico con uñas rosas es directamente homosexual, eso no te da derecho a acosarlo e intimidarlo de tal forma. No te da derecho a ser gilipollas.
Mientras escribo esto, estoy eligiendo el siguiente color para pintarme las uñas: seguiré dando motivos para que me llamen maricón.
Firmado: Miguel Ummnosep