Nuestro colaborador José Confuso se une al imparable movimiento representado por el hashtag #MeQueer, que invita que todos quienes formamos parte de la comunidad LGTBI compartamos episodios de discrimininación o acoso vividos durante nuestra vida. Porque el silencio no ayuda, pero la sinceridad y la visibilidad sí. Esta es su historia, así se solidariza y se convierte en una voz más de #MeQueer, sin duda toda una revolución que ha marcado el verano de 2018, y que todavía tiene que unir más a la comunidad a través de nuestros testimonios.
«La doble vida me carcomía por dentro. Mantener un secreto durante tanto tiempo –uno de tantos, también es cierto– y no encontrar el momento ni el valor para sacarlo a la luz. En la clandestinidad uno se acomoda, se siente protegido, aprende a disimular con precisión quirúrgica. Ni un tartamudeo, ni una ceja levantada, ni una risa nerviosa. Inventas historias, creas tramas y te esfuerzas en pasar desapercibido.
Llevas haciéndolo toda la vida para salvaguardar los dientes. Aunque, a veces, no lo consigas. Hasta que llega un día en el que todo se precipita. Me senté con mi madre en la mesa de la cocina, por insistencia suya más que mía, tras haberle dicho que había llegado el momento de independizarme. Tenía un sueldo, algunos ahorros y había pasado unos meses fuera. Era entonces o nunca. En muchos sentidos.
Temerosa, se dispuso a indagar sin imaginar lo que encontraría al final del camino. Tampoco yo pensé que ese iba a ser el momento. Por mucho que lo hubiese ensayado en mi cabeza. Por mucho que el corazón se me desbocase cada vez que había intentado recrearlo. Total, en la clandestinidad se está tan confortable… Me preguntó que qué me pasaba, que había cosas que no le contaba –como cualquier hijo a cualquier madre– y que ella estaba ahí para todo. Eso pensaba, claro. Espejismos de ilusión. Reuní valor tras una charla demasiado larga y lo solté. Sí, había conocido a alguien. Sí, era un chico. Y sí, supongo que ya lo habías adivinado. Me equivoqué. O eso me hicieron sentir. Llegaron las caras, los sobresaltos y el silencio.
Cerré la puerta y me acosté en mi cama de adolescente. No sabía muy bien qué me iba a encontrar pero no sería fácil. Desde luego, no lo fue. “Coge tus cosas y vete de la ciudad. Haz tu vida. Allí serás más feliz”. Encadené charla tras charla. Bofetones verbales que me destrozaban por dentro. Me di cuenta de que era mucho más fuerte de lo que había creído. Yo, que lloro con cualquier cosa. Qué paradoja. No derramé ni una lágrima. Tampoco me lo podía permitir.
Busqué un piso, recogí mis libros, mis discos, la ropa y la llevé a la casa que, meses después, sería la mía, pero eso es otra historia. El silencio seguía flotando a mi alrededor. Nadie me dirigía la palabra y yo trataba de mantenerme sereno. Aparecí en la cocina una noche y anuncié que me marchaba. “He encontrado un piso, me iré esta semana”. No pareció importarles. “De acuerdo”. Supongo que ya nada era lo mismo.
Recogí la última bolsa y me despedí. Mi madre me dio unos trapos de cocina que todavía conservo. “Allí tendrás de todo”. Lástima que aquí no.Tardé mucho en recuperar cierta normalidad. Meses de ausencias, de llamadas desatendidas, de intentos perdidos. El tiempo y mis esfuerzos lograron romper alguna coraza. Lo hice por mí, aun sabiendo que nadie lo merecía. Nunca más volvimos a hablar de aquello. Seguí mintiendo, ocultando, sufriendo por si alguna vez me pasa algo y debo elegir entre ellos o yo. Temiendo por un futuro que se me antoja difícil.
Siento que nunca seré una persona completa, que mi vida nunca llegará a ser como la de los demás, que nunca seré verdaderamente feliz. No me importa decirlo por muy duro que suene. A sufrir uno también se acostumbra. Esta es mi historia, pero puede ser la de cualquiera. Yo, al menos, estoy aquí para contarlo. Muchos no pudieron soportarlo. Se lo debemos a ellos. También nos lo debemos a nosotros. Aunque, en realidad, sea demasiado tarde».
José Confuso es articulista, columnista y autor del blog elhombreconfuso.com