Confieso que tiendo constantemente a la admiración ajena. Me gusta admirar como a quien le gusta comer de forma desmedida, es algo inevitable, una cuestión de buscar esa referencia como si se tratase de la luz del faro en medio del mar. Vamos, lo que ahora se llaman role models. Pero eso no quiere decir que mis pasiones me impidan ser objetiva y mucho menos cabal.
Eso es lo que me ocurre últimamente cuando observo que el término ‘activista’ le llega a alguien como caído del cielo. Bueno, del cielo no, generalmente de la autoapropiación más descarada. El activismo conlleva una lucha constante y una implicación altruista por defender unos derechos limitados, discutidos y, antiguamente, hasta inexistentes. Hasta ahí todo correcto. Pero no es menos cierto que la categoría de activista te la han de adjudicar las circunstancias y los demás.
No es un título oficial ni una condecoración, pero sí un reconocimiento que llega a través de mucha protesta, unos cuantos bofetones y alguna huelga de hambre. Nada de ello es equiparable a subir un post en cualquier red social (tumbada en el sillón desde el salón de tu casa), por mucho alcance que este tenga; si acaso será ejemplarizante, indiscutible y positivo. Igual que tampoco es lo mismo estar en primera fila portando una pancarta en el año 1978 que en el 2018. E incluso en 1995 también me valdría porque, aunque ya no había que correr delante de los grises, aún perduraban muchos prejuicios.
«La categoría de activista te la han de adjudicar las circunstancias y los demás»
Eso no quiere decir que ahora las cosas sean absolutamente fáciles ni que la lucha sea en vano, pero sí son más llevaderas, sin tener por ello que bajar la guardia. Y todo ese camino, que no se forjó de la nada, lo recorrieron multitud de personas cuando ni tan siquiera se acuñaba el término activista y los políticos brillaban por su ausencia. Tengo una amiga que sostiene que a veces, en el simple hecho de salir a la calle, algunas personas hacemos activismo. Se refiere concretamente a esos momentos en los que te enfrentas a algunas situaciones, subes al autobús o entras a un banco.
Puede que así sea; la visibilidad y los buenos modales dejan un halo que pocas veces resulta indiferente, y es en ese día a día donde también se va sumando cada granito de arena. Pero jamás me atrevería a catalogarlo de activismo, porque no deja de ser una marcha rutinaria donde la finalidad no es la lucha legislativa ni el carácter altruista. Dejémoslo quizás como un activismo secundario que no rompe cadenas pero sí abre mentes.
Si entendemos por ‘activista’ a alguien provocador, agitador o perturbador, entonces no nos podemos olvidar del pintor Ocaña, o hasta incluso podríamos englobar a aquellas artistas que se subieron a las primeras carrozas, como Alaska o La Prohibida, y que a través de su actitud, entrevistas y declaraciones han demostrado en varias ocasiones una implicación que nunca es casual. Pronto hará un año de aquella cabalgata en donde La Prohibida recibió incluso amenazas, y aún recuerdo cuando la intérprete de Dramas y comedias interrumpió enfurecida un debate televisivo, allá por 2001, donde se vertían declaraciones homófobas sin que nadie pestañease, y reprendió así al presentador: “No voy a consentir que se diga que algo es peor que maricón”.
Pero bueno, ninguna de ellas, por su humildad y sensatez, se catalogarían a sí mismas como activistas. Conscientes quizá de que tan reconocido calificativo le pertenece a Jordi Petit desde sus días de encarcelamiento, a Carla Antonelli desde sus amargas vivencias de exclusión social o a Empar Pineda por su militancia constante. Nombres a los que se suman Pedro Zerolo, Kim Pérez, Boti García, Paco Vidarte y tantos otros en una lista que no es interminable. Podrá ser prolongable con el paso del tiempo, pero nunca un saco abierto donde cualquiera tenga cabida. Por respeto a ellos. Y por admiración.
VALERIA VEGAS ES ESCRITORA Y ARTICULISTA. SU ÚLTIMO LIBRO PUBLICADO ES ¡DIGO! NI PUTA NI SANTA.