Con 9 años y una Soraya Arnelas sobre el escenario cantando el New York, New York de Frank Sinatra con un tipo llamado Víctor, de pelo largo y rizado (de quien no se supo más), lo tuve claro ante la pregunta, con cierto ‘retintín’, de mi hermano mayor: “Y tú, ¿crees que vas a entrar en OT cuando tengas 18?”. La respuesta, evidentemente, era sí, solo que en ese momento el salón quedó en un silencio sepulcral tras el “cállate Alejandro, que no me entero” con el que mi madre sentenció. Ay, mamá, si te hubieran dicho en ese momento lo que estaba por llegar…
Un veintitantos de septiembre, y tras varios meses de castings, recibí el preciado sobre que tanto recuerda al primer OT y que contenía un “Felicidades, eres uno de los 18 finalistas del programa”. En cierto modo, agradezco, con el tiempo, que fueran tan concretos y no sustituyeran la palabra “finalista” por “concursante”, ya que cualquier seguidor del formato sabe lo que vino después.
Es una situación que, más que con un resumen de la gala y de lo que allí sucedió, ya que cualquiera puede verlo en diferido, prefiero contar desde el punto en que para mí finaliza la etapa. Fue con una llamada, completamente solo en un hotel de Barcelona, a las 3:30 de la madrugada, a esa gran seguidora del programa (desde que conocimos a Rosa de España hasta que en 2008 se canceló por falta de audiencia): mi madre. Sus palabras fueron tajantes: “No te preocupes, cariño, que aquí ese programa –utilizó infinidad de insultos hacia este que prefiero no reproducir– no se va a ver NUN-CA”, con ese tono Belén Esteban que se lleva mucho en mi casa. Dicho y hecho.
Durante las primeras galas de OT 2017, era evidente mi rechazo a ver, leer o escuchar cualquier información acerca del programa y de los que creí por un tiempo compañeros –ese es un tema del que hablaré en otro momento–. Yo, también sea dicho, no paraba de llorar por un formato que, sin esperarlo, se había convertido en ese mejor amigo que te retira la palabra de repente y sin miramientos. Y sí, me retiró la palabra, literal. Tampoco era un tema que pudiera evitar, la gente no paraba de hablarme del programa estrella de la noche de los lunes. Y yo, fiel seguidor durante años, amante de la música, y poseedor de una cuenta de Instagram con un “ot2017”, no podía mirar para otro lado y no ver ese talent show.
Ahora sí, las cosas no eran tan fáciles; lo único que faltó en mi casa fue desintonizar La 1, con eso lo digo todo. Ahí comenzó una tanda de mentiras y una batalla que tenía completamente perdida contra mi madre para poder ver el programa. Recuerdo escaparme a casa de cualquier amigo, o incluso noviete de una noche, con la excusa, así como de quien no quiere la cosa, de ver OT cada lunes. “¿Has visto el programa, cariño?”, me llegaba cada martes por la mañana por WhatsApp. “No, mamá”. Mentira.
Otra de las argucias fue seguir prácticamente en directo las galas a través de redes sociales, lo cual no queda al alcance del conocimiento de una madre que, de momento, solo sabe usar WhatsApp.
En fin, estas y muchas más fueron las tácticas para serpentear a mamá, con su discurso claro y una opinión muy marcada, que también hay que entender. Al fin y al cabo, ella solo veía a su niño de 21 años, que quería ser mayor en un mundo de adultos donde la música –que aparentemente era lo importante– y las ilusiones quedaban en un segundo plano, con los sueños rotos. Y si lo dice una madre, será verdad, que ellas saben de todo.
Por cierto, también tengo padre. De él rescato unas palabras con las que cerraba el tema OT en mi casa: “La televisión es mitad verdad, mitad mentira”.