No me gusta el brócoli. Nunca me ha gustado. Es una cuestión de sabores y de texturas. Me viene desde pequeño.
Recuerdo que, haciendo un trabajo en Ciencias Naturales sobre las diferentes vitaminas, descubrí que el brócoli es rico en vitamina C (ideal para los huesos y dientes y perfecta contra los resfriados comunes), vitamina A (ayuda a la vista, al sistema inmunitario y –atención– a la capacidad de la reproducción), niacina (reduce el colesterol) y potasio.
Aunque mi percepción del brócoli cambió, seguía sin gustarme. Es un principio muy sencillo: conocer una cosa no determina que te atraiga. Conocer algo solo es un beneficio intelectual y, por extensión, social, cultural e incluso económico. Que tú conozcas algo va a determinar tu relación hacia ese algo y tu manera de percibirlo.
Puedo hacer campaña por el brócoli e incluso recomendarlo a alguna amistad que necesite una dieta rica en potasio o vitaminas, pero no me va a saber mejor por ello. Desde luego no voy a hacerme una tortilla de brócoli. Yo sigo siendo yo, y el brócoli sigue siendo el brócoli.
Ahora, supongamos que mis padres hubiesen sido íntegramente carnívoros. Carnívoros de pura cepa. Carnívoros de esos de comerse la ternera cuando aún está mugiendo. ¡Carnívoros antibrócoli! Supongamos que, al enterarse de que yo voy a estudiar el brócoli y sus propiedades, ellos hubiesen puesto el grito en el cielo. “¡Es que se empieza hablando del brócoli y se acaba comiendo brócoli!”. “¡Es que se va a juntar con gente que coma brócoli!”. “¡Es que va a recomendar brócoli!”. “¡Basta con la ideología del brócoli!”. “¡Brócoli, brócoli, Brócoli!”
Supongamos en este maravilloso mundo de suposiciones que mis padres hubiesen conseguido que yo no tuviese información sobre el brócoli. Mi relación con el vegetal seria idéntica a la que tendrían mis padres y yo no tendría herramientas para sacar mi propia conclusión ya que no conocería los beneficios del brócoli.
Seguiría teniendo una relación básica en base a lo mal que huele cuando se hierve, su color, su textura y mi gusto personal. No lo recomendaría porque no sabría que es rico en vitamina A, C, niacina y potasio. A la gente que comiese brócoli la miraría extrañado porque habría aprendido una lección muy importante: “Mis gustos personales son lo único que determina mi relación el mundo que me rodea”. Y es absurdo, porque si volvemos a esa realidad donde yo defiendo y apoyo el brócoli, a nivel personal sigue sin gustarme.
Recuerda: conocer una cosa no determina que te atraiga… pero determina cómo la percibes. Por eso, que los padres puedan determinar en base a criterios personales el conocimiento y las herramientas para relacionarse que puedan tener o no sus hijos es una locura.
Propuestas como el ‘pin parental’ son un peligro que busca preservar una serie de ideas, conceptos y ¿valores? que, de enseñarse, se deberían enseñar en casa. En un colegio hay que dar herramientas y conocimientos básicos para que el futuro adulto sepa relacionarse con el mundo que le rodea.
Además, amiguis, no nos engañemos: dar una clase sobre Geología no va a hacer que a los niños les gusten las piedras, pero les ayudará a comprender la tierra que pisan. Dar una clase de Ciencias Sociales y hablar de la lucha por los derechos civiles no va hacer que los alumnos salgan a la calle a provocar disturbios masificados, pero les ayudará a entender su propia historia. Enseñar Matemáticas no va a hacer que los alumnos se enamoren de los números y sus diferentes problemas, pero les ayudará en sus vidas de adultos. Del mismo modo, aprender en Plásticas los diferentes tipos de colores que hay no va a cambiar tu color favorito, pero sí tu manera de percibirlo y de entender que hay muchísimos más, ¡qué hay miles de azules dentro de su gama! Pero si te gusta el azul cian, mañana te seguirá gustando el azul cian aunque sepas que existe el aguamarina o turquesa. Y el brócoli no te gustará aunque sepas que es rico en vitaminas A, C, niacina y potasio.
Tal vez sea porque hay mucho charlatán y político provocador e inconsciente que confunde la «libertad educativa” de los padres con que estos tengan la última palabra cuando, en realidad, dicha “libertad” hace alusión al derecho de los padres de escoger colegio o de montar su propio centro si fuese pertinente.
Pero la “libertad educativa” nunca pasa por la imposición de una ideología familiar en el espacio educativo. Recordemos que, en España, se estima que anualmente 50 jóvenes LGTBI se quitan la vida, y que 950 lo intentan. Las declaraciones del especialista John Ayers (recogidas por el portal Redacción médica) no podrían ser más alarmantes: «El suicidio no se debe a su identidad LGTB, sino a la forma en que el mundo reacciona a su identidad. Necesitamos estar atentos y garantizar que estas personas en riesgo de suicidio obtengan el apoyo que necesitan”.
Tal vez, si en vez de preocuparnos de que nuestros hijos piensen igual que nosotros nos preocupásemos por que tuviesen las suficientes herramientas para lidiar con el mundo que hay más allá de la puerta de nuestra casa, las cifras se reducirían alarmantemente.
Tal vez, si les dejásemos acceder al conocimiento, todos tendrían una oportunidad. Y sí, a todos esos padres catetos que se preocupan por si sus hijos se vuelven gais por ir a esos talleres, quiero decirles: tranquilos, a día de hoy sigue sin gustarme el brócoli… Aunque parafraseando a mi hermana vegana: “No veáis lo que os perdéis”.