Me he vacacionado.
Ay, amigas, últimamente tengo la mirada asintomática. Ni la gaseosa de La Casera me
reactiva los chakras. ¡Qué indolencia! Como una puede aislarse del mundo pero nunca de
una misma, me he venido a Benidorm. Nada como el turismo provinciano de los 80 para
desconectar. Así, mientras me despego la arena de los labios, dejo de pensar en mis cosas,
me distraigo.
–Niño, ven aquí.
–¿Quién? ¿Yo?
–Sí, tú –observo que me mira las tetas–. No te asustes, tengo dos, como casi
todo el mundo. Y tú el día de mañana o las querrás tocar o te las querrás poner.
¿Me echas crema en la espalda?
El pobre pubertoso, fascinado –o eso me gusta pensar–, suelta la raqueta que lleva en una
mano pero mantiene las pelotas en la otra. Y solícito y galante me embadurna de after sun. (¿Por qué se llama after sun y no después del sol? Pequeñas preguntas que me hago…). Justo delante de mí, hay una señora que saca un rodillo de pintor y se esparce la crema ella sola hasta la curcusilla. Siempre ha habido visionarias.
Termina el muchacho de enmasillarme la espalda y le doy las gracias y un hasta luego. Y ahí estaba yo, enrollada en mi pareo, mis gafas de sol XL, mi topless y mi indiferencia, cuando se me clava una mirada. ¡Qué mirada! Una mirada entre la lascivia de José Manuel Parada y la inocencia de Karina. Recojo los seis botellines que me he tomado y pongo rumbo al bar La palometa, mi chiringuito de confianza.
Benidorm, a estas alturas del verano, es como una partida al Mario Bros: o saltas para
avanzar o mueres. Cuando doblo al primer madrileño y su sombrilla, me percato de que alguien
va siguiendo mis pasos.
Acelero, pero no mucho, que estoy de vacaciones. En el reflejo del escaparate de un todo a cien veo mi cuerpo –¡qué escultura carnal!– y lo veo a él: un sencillo hombre rubio, un tanto apolíneo y con cara de, en otra vida, haber gaseado niños judíos… ¿Qué querrá?
En el último cruce, me hago la esquiva y me escondo entre camisetas de “He venido a Benidorm y me he acordado de ti”. Lo perdí. Soy buena en perder todo menos la virginidad.
Llego al chiringuito y vuelco sobre la barra los botellines vacíos. Pido otro más. Alguien se ha
olvidado la cartera sobre la barra… Miro a mi alrededor y no veo a nadie. En mis días tristes
me permito fumar como Gloria Fuertes y robar como Winona Ryder, y ahora está prohibido
fumar así que… ¡Qué manía la cleptomanía!
Desenfundo mis dedos para realizar el hurto cuando, por detrás, alguien me susurra al oído:
–Ad. Barcgfel nº6
–¿Cómo dices?
–Av. Rafhkel nº3
–Aquí tengo un tapón –se cambia de oído–.
–Av. Racharel nº3, habitación 115.
–¿Pero la cartera es tuya o no?
Sobre la barra deja una tarjeta-llave, de esas que eran lo más en 2014 pero que ya no lo son.
La verdad, con la tontería de que no me pillaran robando, se me olvidó mirarle a la cara.
¿Será el mismo de antes? Sé que no es muy recomendable meterme en la habitación de
alguien que me ha perseguido por todo el paseo marítimo pero… ¡Es mi día de apatía!
Para levantar el ánimo hago cosas que jamás haría, como jugarme la vida. Cojo la cartera. Me
termino el botellín fresquito de un trago y pongo rumbo a lo desconocido.
Siempre he veraneado en Benidorm. Siempre, quiero decir, desde que mis padres ganaron el
piso en el Un, dos, tres. Pero la avenida Racharel no me suena de nada. Y yo me imagino el
sitio como una mazmorra con goteras, potros de tortura y azotadores con intención de
agujerearme el culo. ¡Qué desmesura! En otro momento, solo de pensarlo, me bailaría la
pepitilla por fandangos. Pero hoy no. ¡Qué desidia!
El fuego en las chanclas me devuelve a la realidad. Para no aburrirme, camino solo por las baldosas negras y sumo las matrículas de los coches que me cruzo. Hasta que llego: Av. Racharel nº3. Subo las escaleras
enmoquetadas y al girar la lentilla, me topo con la habitación 115. Castañeteo las uñas
contra la tarjeta. Respiro los nervios con la vagina. Oigo ruidos raros, pero los ignoro y paso
la tarjeta.
Al abrir la puerta me encuentro con el paraíso. Mi cara empapela todas las paredes, hay televisores encendidos con el escándalo de mi TFG en repeat y un grupito de siete jóvenas en el suelo, de rodillas. Rezando. Rezando a una escultura con mi cara y mi cuerpo hecha de tampones reciclados. ¡Qué orgullo! Casi lloro de la emoción, pero la abulia me lo impide.
Visualizo entre todas ellas al muchacho que susurra a las indolentes. Me ven y rompen la oración para venir a saludarme. Me dan la bienvenida y las gracias, pensaban que no acudiría –yo también lo pensaba–. Dicen que les he abierto la mente y han roto con la rutina. En mi honor han fundado la religión del Peputerismo, con manicura divina los domingos, cerveza santificada los miércoles y mejillonada en los días de guardar.
Para confesarse se fuman un Malboro. Dicen que han puesto esas normas para pasárselas por el coño, como yo haría. ¡Qué razón tienen las jodías! Así que aquí estoy yo, Pepu Tabares, curada del apatismo por el Peputerismo. ¡Qué barbaridad! Supongo que el sentirme venerada tendrá algo que ver.
Unas usan su Instagram para eso y yo tengo mi akelarre. La guinda fue que, en noches de luna llena en desarmónico a Mercurio, sodomizan hombres blancos cis-heterosexuales en mi honor. ¡Qué despliegue de
medios! Podría decirse que son el movimiento Scum del Levante pero sin TERF a la vista. ¡Qué maravilla la cura de desidia!