He vuelto a salir a la calle con miedo. Con ese miedo que nunca se había ido pero que ha regresado con fuerza. Ese miedo que nos ha empujado a escondernos durante años, a caminar con la cabeza gacha, a intentar disimularnos entre la multitud. Ese miedo que nos han inculcado desde pequeños, antes incluso de saber por qué teníamos miedo. Ese miedo cimentado en insultos, bofetones, burlas y zancadillas. Ese miedo a que nos gritasen maricón en mitad del recreo.
Ahora nos lo vuelven a gritar por la calle mientras una jauría humana nos acorrala hasta acabar con nosotros. “Le mataron por maricón”. Nunca cuatro palabras habían costado tanto. Ya que nos lo niegan en vida, que nos dejen gritarlo en muerte. Como ellos nos lo gritan desde los coches, desde las puertas de los bares, desde los bancos de la calle. Como ellos nos lo gritan en el colegio, en la playa, en las discotecas. Como ellos nos lo gritan en el trabajo, en el supermercado, en nuestra propia casa. Como ellos nos lo gritan hasta la muerte.
A mí, como a muchos, no me gustaba el fútbol. Era estudioso, callado y aplicado. Tenía amigas y no me sentía cómodo con los chicos de clase. Nunca me pregunté por qué, simplemente no encajaba. Logré tener un amigo. Nos hicimos inseparables hasta que me di cuenta de que en el fondo solo se aprovechaba de mí. Me hice mi grupito de chicas. Salía con ellas por ahí, pasábamos juntos los recreos, nos sentábamos juntos en el aula. O lo intentaba, al menos, ya que yo no dejaba de ser un chico.
No recuerdo que me llamaran maricón muchas veces. Tal vez las he borrado de mi mente. Tal vez. Nunca quise ir a viajes escolares, ni a excursiones, nunca quise separarme de mi casa, del entorno en el que me sentía seguro. Sabía lo que iba a pasar, no hacía falta que nadie me lo explicara. Mientras mis amigas tenían sus primeros novios, yo estudiaba. Entonces no sabía que yo también iba a tener novio en el futuro. Yo no lo sabía pero el resto parece que sí. “Siempre vais con ese maricón”, escuché una vez a uno de otro curso. Hice como que no había oído nada.
«He perdido amigos, he sentido el rechazo de los míos, he tenido que irme de mi casa para ser feliz, para ser yo»
Todavía me sigue doliendo. El maricón ese era yo. No dejo de pensar que mi premio es estar hoy aquí para contarlo. Podía no haber sido así. Tuve suerte. Mucha, visto lo visto. He perdido amigos, he sentido el rechazo de los míos, he tenido que irme de mi casa para ser feliz, para ser yo, he llorado de impotencia, he sufrido y he querido negarme, desaparecer, pero aquí estoy. Sobreviví. No es poco. Y ahora, cuando siento el peso de la madurez, cuando noto mi vida encarrilada, cuando todo debería encontrar su camino, vuelvo a tener miedo. Miedo a salir a la calle y que sigan gritándome. Miedo a que me acorralen en el portal por la noche. Miedo a ser el protagonista de las noticias que leo a diario.
Siento miedo y rabia. Por la falta de apoyos, por el silencio cómplice, por el mirar a otro lado cuando lo que necesitas es una mano tenida. Por no ser más valiente, por dejar que sean otros los que den los pasos que debería estar dando. No es momento de medias tintas. Toca volver a esa calle que también nos pertenece. Toca reclamar nuestros derechos, nuestras vidas. Toca plantarse, no queda otra, ya lo hemos hecho muchas veces. Ahora nos toca gritar a nosotros. Basta ya. De verdad, basta ya. Estamos hartos.
José Confuso es columnista, articulista y autor del blog ELHOMBRECONFUSO.COM
ILUSTRACIÓN: IVÁN SOLDO