Relatos gais (des)conectados: "El polvazo que me hacía falta" (parte 5)

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Capítulo 47

“El polvazo que me hacía falta” (parte 5)

Y durante la ducha me doy cuenta de que, como pasivo, me han enseñado a aguantar el dolor, a tolerarlo, a dejar que sigan un poco más porque al final me termina gustando. Me termina dando placer.

Y he aprendido a que esa voz a veces tiene razón: “no digas nada, déjate hacer”. Y sé que al principio va a ser difícil, mucho, pero después respiras y… bueno, da un poco de miedo. Me cuesta convencerme a mí mismo porque a veces sale mal. Pero joder, que hoy he llegado al límite y me ha flipado.

Cuando salgo ellos ya no están en la cama, conversan en el salón con los calzoncillos puestos y el balcón abierto. El dueño del piso me ofrece un cigarro, el mulato no fuma. Les pregunto que hace cuánto están juntos, y me revelan que se han conocido esa noche. Yo flipo, no puede ser que el universo nos haya juntado a los tres justo hoy, y haya sido algo tan maravilloso. El chico latino está de paso, se va mañana. Les digo que qué pena no repetir, y miro a nuestro anfitrión, reconozco esa mirada mientras pega una calada: él no quiere hacerlo otra vez, no me va a volver a escribir. Cuando estoy bajando las escaleras me paro un momento para respirar, para estar solo. Esa sensación tiene tanto valor porque ha sido única, una casualidad, una coincidencia maravillosa. Pero era justo lo que estaba buscando, volver a inspirarme, volver a pensar que el sexo tiene algo más que drogas y peligro, que tiene algo más que dos personas, que límites, que morbos.

Al llegar a mi casa me miro desnudo en el espejo, ya los había visto en la casa del chico, pero alucino aún más con aquella luz. Tengo dos enormes cardenales en ambas nalgas, una de ellas, con la que más se ha cebado, está sangrando. Recuerdo que él ha bromeado diciendo que en dos días se me habrán quitado, pero en el fondo sé que me van a durar semanas. Me pregunto si como pasivo también me han enseñado a ser así de masoca, a que me guste tanto entregarme a un tío que disfruta con mi dolor y que luego no quiera siquiera volver a verme. Me toco el hinchazón y tengo que apartar la mano al momento. Me acuerdo de cómo lo ha hecho el chico mulato, me lamo los dedos y los vuelvo a poner encima aguantando un poco hasta que me empieza a calmar. Como pasivo también he aprendido a notar cuando alguien se preocupa por mí de verdad, cuando le importo y no soy más que un cacho de carne en el que correrse. Han sido dos extremos que lo han hecho perfecto, un Yin y un Yang, una lágrima y una sonrisa, sexo con dos personas muy diferentes que han buscado en mí lo mismo y lo contrario. Con un objetivo final, claro, porque sin ninguna filosofía taoísta de por medio los tres éramos hombres. Vuelvo a mirar la herida apartando la mano: esa marca no podré ignorarla por un tiempo, pero tengo otra dentro que durará mucho más. No es tan mala, sangra un poco pero de forma diferente, y me hace sonreír. Me relajo porque no tengo que preocuparme ni pensar de más, no tengo que lavarme de más ni usar medio bote de enjuague bucal. Todo ha sido ‘seguro’ y no tengo la extraña sensación de sentirme sucio.

Les tengo que dar las gracias, no sé muy bien por qué. ¿Por qué? Por sacarme del bucle, por enseñarme que hay personas en esta ciudad con dos dedos de frente que saben disfrutar así de bien. Porque ha sido el mejor polvo, el mejor trío, la mejor corrida que llevo en mucho, mucho tiempo. Y aunque sepa que no voy a volver a verles, me vuelvo a mirar en el espejo, y les digo un gracias mudo. Voy hasta mi cama, me tomo mi pastilla y cierro los ojos. Por fin una noche de fiesta en la que voy a poder dormir del tirón.

 

FOTO: CUÉNTASELOANTO