El Mundial de fútbol es el último trofeo adquirido por el músculo financiero de los países del Golfo Pérsico. Sin embargo, aunque es el más mediático, no es el único.
Cada vez es más habitual que el deporte sirva como herramienta para ofrecer una imagen ‘blanca’ de países como Qatar o Arabia Saudí. A pesar de ser países sin tradición deportiva, su poderío económico supone una tentación demasiado poderosa para atraer a federaciones y organismos internacionales, que caen rendidos a sus pies. El Mundial de balonmano, un premio de Fórmula 1, e incluso la Supercopa de España de fútbol, son solo algunos de los ejemplos de deportes y competiciones que ya hicieron las maletas para disputarse allí.
Poco importa si para ello hay que mover el calendario, como ha ocurrido con el Mundial, celebrado siempre en el mes de junio, cuando todas las ligas ya habían finalizado, e introducirlo en mitad de la temporada, con el lógico cabreo de los clubes, que son quienes pagan a los jugadores. O si hay que vestir a los autóctonos con los colores de cada selección y pedirles que se aprendan los cánticos de cada país para ponerle algo de color a las gradas y calles. La incoherencia tampoco supone un obstáculo para los petrodólares.
En este gran circo, la intención no es otra que utilizar el deporte para atraer a gente de todas partes del mundo, y con ella los focos, para así vender una imagen distorsionada y alejada de la realidad que en estos países viven, por ejemplo, las mujeres o las personas LGTBI. Enseñar lo bonito para tapar lo feo: ‘sportwashing’ de manual.
Pero no todo vale en el deporte. Hay líneas rojas que jamás deben cruzarse, y por encima de todas ellas, está el respeto a los derechos humanos. Por supuesto que el deporte debe servir como embajador de una serie de valores intrínsecos a la competición, y también ponerse al servicio de aquellos países que quieran avanzar y dar pasos en su camino hacia la garantía y protección de los derechos humanos. Pero ello debe ir acompañado de acciones, medidas y, sobre todo, políticas que demuestren que, efectivamente, ese es el leitmotiv de atraer el deporte a sus fronteras. Modernizarse, actualizarse y empaparse de todo lo que el deporte trae consigo.
Escuchar decir al embajador del Mundial que los homosexuales somos unos enfermos mentales, o la cobardía de la FIFA al prohibir a las selecciones lucir el brazalete arcoíris, son dos buenos ejemplos de cómo no interesa en absoluto evolucionar. Lo único que importa es el dinero. Pero eso ya lo sabíamos. Lo sabíamos desde hace doce años, desde 2010, cuando la FIFA designó a la vez a Rusia y Qatar como organizadoras de los Mundiales de 2018 y 2022.
Lo que entonces nadie podía imaginarse era que –tal y como asegura The Guardian– 6.500 trabajadores morirían trabajando en la construcción de todas las infraestructuras para albergar este Mundial. Ninguna competición deportiva puede valer una sola muerte. Mucho menos 6.500. Ni todo el dinero del mundo puede tapar la vergüenza y el dolor que suponen que el deporte se preste a un fin tan indigno.
VÍCTOR GUTIÉRREZ es DEPORTISTA y SECRETARIO DE POLÍTICAS LGTBI DEL PSOE. ACABA DE PUBLICAR BALÓN AMARILLO, bandera arcoíris (libros cúpula)
foto: salva musté