Erwin Olaf reniega siempre de su paso por la fotografía publicitaria –no tanto por la de moda, que también transformó para siempre–, y no le gusta que lo definan como artista (realmente ha tocado casi todos los palos de la fotografía y el vídeo, es lógico que se considere fotógrafo a secas).
En Celda de emociones, una retrospectiva que trae a España unas sesenta de sus últimas obras, deja muy claro los intereses por los que ha basculado su arte en esta década.
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Los principales son la transformación, la máscara y el maquillaje como una posibilidad abierta para que todos podamos ser otra cosa, y una querencia por la reconstrucción de escenas que conecten la realidad con la fantasía.
Destacan igualmente en su obra un erotismo hipersofisticado y que asimila cualquier disidencia, rareza y morbo con una sensibilidad estética mayúscula; la confusión constante entre lo masculino y lo femenino como herramienta operativa liberadora y, en general, la sofisticación estética del contexto, ya sea natural o decorado, de diseño actual o histórico, como una forma segura de que su universo se desligue de lo real hacia el imperio de lo imaginativo o lo onírico.
Con todos estos elementos, y no solo a través de fotografía, sino también de vídeo y de grandes instalaciones que combinan una y otras, Olaf termina por referirse a no pocas problemáticas contemporáneas: el consumismo, la alienación y el aislamiento social a la cabeza.
Una oportunidad para disfrutar de un fotógrafo esteticista hasta el paroxismo, pero nunca inane, siempre capaz de contrastar la oscuridad con lo luminoso, y crear un universo de matices morales de una enorme complejidad y en la antítesis de lo banal o lo amable.