Los nuevos lenguajes teatrales ya son habituales en todas nuestras salas. Un buen ejemplo de esta tendencia es el estreno de Misericordia, creada y dirigida por la dramaturga uruguaya Denise Despeyroux, en la sala Francisco Nieva del Teatro Valle–Inclán del Centro Dramático Nacional. Esta vez la novedad consiste en mezclar diferentes técnicas dramatúrgicas, como el bioteatro, la metaescena o la autoproyección, con una mirada filosófica de entender la existencia tremendamente contemporánea.
El texto es rico en referencias a formas de vida que son ejemplo de la tan disociada sociedad actual, que mezcla espiritualidad con tendencias dietéticas, o la hartura de triunfar en el teatro contemporáneo con la neuropsicología. Todo ello arropa el eje principal del discurso de Despeyroux, que es su propia vivencia, al recordarse como una de las niñas visitantes de los presos de la dictadura de su país en los ochenta.
Una de las características de la propuesta es la limpieza estética. Tanto la escenografía de Alessio Meloni como la iluminación de David Picazo impresionan por su precisión. Igual ocurre con el cuidado sonido de Pablo Despeyroux y los vídeos de Emilio Valenzuela y Máximo A. Huerta, que interrelacionan con sabiduría a los actores con imágenes de videojuegos y documentales reivindicativos.
Es el quinteto actoral el que hace que todo funcione como un reloj, y proporciona a la obra una amena muestra de diferentes escuelas interpretativas. Natalia Hernández sobresale del conjunto, su discurso tranquilo y enrevesado resulta fácil de comprender, sobre todo cuando se lanza a darnos soluciones cabalísticas para encontrar la felicidad; su experiencia le da herramientas para apretar en sus disertaciones y dejar aire para que se comprendan.
Pablo Messiez, uno de nuestros autores y directores de moda, al que ya conocimos como intérprete dando vida a Natasha, en una versión libre de Las tres hermanas, de Chejov, saborea su tarea de rebelde dramaturgo a punto de tener su primera gran oportunidad, en el tono más clown de todos, es divertido y resultón. Marta Velilla, digna representante de las actrices de generación X, acomete con seriedad su interpretación de irredenta cosplayer en permanente huida de la realidad.
Al bello Cristóbal Suárez, al que no puedes dejar de mirar cuando está en escena, le ha tocado el papel más histriónico; toma partido a la hora de jugar a ser el autor harto del glamour teatral y reconvertido en neuroendocrinopsicoinmunólogo, y lo hace muy bien. Por último está Denise Despeyroux, que aparte de escribir y dirigir, también actúa un ratito; su presencia natural, su canción y su coco enganchan.
No estamos ante una obra fácil de digerir, hay que tomarla con tranquilidad. A veces te parece que no estás entendiendo nada o sientes que te puede comenzar a aburrir, pero la sorpresa llega, te atrapa y acaricia el corazón. Es todo un acierto el recordar al público la horrible matanza de los milicos en Uruguay, casi desconocida por el españolito de a pie, y su particular poesía para hacerlo merece la pena.
⭐⭐⭐⭐⭐
FOTOS: GERALDINE LELOUTRE
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