Si eres animal nocturno –y también romántico–, disfrutarás enormemente con La bestia en la jungla, la nueva propuesta del prestigioso director queer austriaco –afincado en Francia– Patric Chiha (Domaine, Boys Like Us).
La bestia en la jungla es una sorprendente adaptación del relato corto homónimo de Henry James, que ha ambientado en un club. Sus protagonistas, May (Anaïs Demoustier) y John (Tom Mercier) se encuentran en él, una vez que la enigmática portera (Beatrice Dalle, «una actriz que me fascina y me asusta a la vez», confiesa el director) les deja entrar, y seguirán viéndose allí a lo largo de varias décadas. La fuerte conexión entre ellos, con un secreto en común que nadie más conoce, les permite ir afianzando su atípica relación, mientras la discoteca sin nombre en donde la van viviendo se transforma con los tiempos –la acción transcurre entre 1979 y 2004–.
«Los clubs son espacios eróticos y también políticos»
La banda sonora que les envuelve, lógicamente, va evolucionando: de la música disco al tecno-pop ochentero, del house de principios de los 90 al techno. Con bajas extremas en la pista en un momento concreto: quienes mueren a causa de la pandemia del sida. No es fácil de explicar, es más fácil de sentir si te dejas llevar en este viaje que propone Chiha, y que se siente, entre otras muchas cosas, un homenaje a la cultura de clubs. El director lo confirma. «Es algo que siempre me he tomado muy en serio; no solo me parecen espacios para divertirse. Igual que hay personas que van a la iglesia, otras muchas experimentan toda una verdadera vida en los clubs. Son lugares eróticos, y también políticos».
Si en muchas películas los clubs se limitan a ser un decorado, en esta ocasión el club es un protagonista más. «Echaba de menos ver con detalle los rostros de quienes bailan», explica. «Más allá de la belleza del espacio, quería mostrar cómo la gente interactúa en él, cómo se muestra tal cual es». Empezando por los protagonistas, que disfrutan viviendo en un permanente síndrome de Peter Pan, sin envejecer a pesar del paso del tiempo a lo largo del metraje. «Cuando una fiesta es realmente divertida, el tiempo se suspende. Los protagonistas viven en esa especie de eterno presente, una juventud permanente. Solo cuando aparece la muerte salen de esa fantasía». Por eso quiso hablar de los estragos del sida cuando apareció a finales de los 80. «Fue trágico, y dejó una huella evidente también en los clubs», afirma. Pero no quiso ser literal en su manera de hablar de ello, «no sé si habría salido bien».
«La belleza de lo queer está en la fluidez»
Patric Chiha nació en 1975, y cuenta que empezó a salir por la noche en 1990. «El sida estaba ahí, y yo era un joven que lo único que quería era fiesta. Pero no tardé en darme cuenta de lo presente que estaba la muerte en las discotecas a las que iba«. Recuerda cómo dejaba de ver a personas a las que conocía, y cómo un muy buen amigo suyo inglés murió por complicaciones derivadas del virus. «Es algo que me marcó. Por eso quise reflejar en la película lo dramático que resulta ese contraste entre la euforia propia de los clubs y la muerte, reflejada en las ausencias evidentes en la pista de baile».
También refleja muy bien la diversidad en esa pista que se va renovando con las décadas y las modas. De nuevo con una sutilidad que no siempre ha sido celebrada, tal y como reconoce. «La película se ha visto en muchos festivales LGTBIQ+, y a algunas personas les enfadó este hecho, decían que no era lo suficientemente queer«, y ríe al decirlo. «Para mí la belleza de lo queer está en la fluidez, en la capacidad de borrar fronteras, límites». Su conclusión es rotunda: «Lo más queer de mi película es que la protagoniza una pareja heterosexual nada convencional, que crea sus propias reglas».
Apuesta el director austríaco por que tanto las películas como quienes las hacen trasciendan las etiquetas. Al preguntarle si le molesta que se le califique como cineasta queer, asegura que «en absoluto», y recurre a una anécdota de su juventud que merece la pena ser reproducida de principio a fin: «Con 12 años, viviendo en Viena, mi padrastro me dijo que me iba a llevar al cine a ver una película que estaba seguro de que me encantaría. Era Paris is Burning, de Jennie Livingston. Veía a mi alrededor gente muy peculiar, como habitantes de un mundo hasta entonces inconcebible para mí, y que de repente era posible. Allí descubrimos ambos que estábamos en una sesión de un festival LGTBIQ+. Me sentí en casa. Y si hay personas queer que se sienten en casa cuando ven mis películas, no puedo pedir más«.