La primera vez que vi a Roberta Marrero fue en Gran Vía. Delante del extinto Nebraska una mañana de verano en la que no hacía especialmente calor. Esperé en la puerta hasta que apareció. Fulgurante, magnética, protegida por sus eternas gafas de sol. Venía de ensayar y estaba exhausta. Al día siguiente tenía un concierto, un recital de aquella música de la que años después acabaría ligeramente harta. Yo le había comprado obra y habíamos quedado allí para que me la diese.
Fue el principio aunque entonces no sabía que iba a serlo. Dimos una vuelta juntos y terminamos comiendo en la plaza de los cines Luna. Salieron sus clásicos, la Dietrich, la Bowie, las películas y las pelucas. Pensé que eso había sido todo y me pareció bien. Uno nunca debe forzar la gravedad de las estrellas.
«La gente la miraba, la veneraba. Como para no hacerlo»
Años después, vine a vivir a Madrid. Roberta había vuelto también después de su exilio nórdico. No recuerdo muy bien cómo fue pero nos volvimos a ver. Siempre en su barrio. Siempre en la misma esquina. Desayunábamos en un VIPS y recorríamos librerías. Comprábamos novelas, relatos, biografías, todo lo que caía en nuestras manos. En las suyas, la verdad, más que en las mías. Los guardaba en el bolso y nos sentábamos a tomar algo.
Sacaba su enorme abanico y removía el mundo mientras hablaba. La gente la miraba, la veneraba. Como para no hacerlo. Terminábamos la jornada comiendo en su chino favorito y emprendíamos el regreso a casa. Era su ritual, ese instante en que abría la puerta de su universo y te dejaba pasar. Y tú, claro, ya no querías irte.
No dejo de pensar en los mensajes que no le mandé estos últimos meses, en las palabras que no le dije, en las presentaciones a las que no pude ir. En las películas que no comentamos y en las risas que todavía resuenan. En si sostuve su mano lo suficiente aunque, en muchas ocasiones, fue ella la que me sostuvo a mí. No sé si fui poco o fui mucho, si estuve o no estuve, si esperaba más o esperaba menos. Si esperaba algo, de hecho.
El pasado viernes le mandé un mensaje a Agustín, redactor jefe de esta revista. Me había pedido escribir la pluma invitada para el próximo número en papel de Shangay. Era imposible no dedicársela a Roberta. “No sé si soy la persona que debe hacerlo”, le confesé. Me animó y aquí estoy. Sentado en su calle, a pocos metros del que fue su portal, ese en el que le dije adiós la última vez que nos vimos. Llevo su poemario en el bolsillo y, cómo no, unas gafas de sol.
«No dejo de pensar en los mensajes que no le mandé estos últimos meses»
Con su libro bajo el brazo he ido a ver sus sitios favoritos. Las librerías que visitaba y esos escaparates que tanto le gustaba fotografiar. Me he tomado un café en la terraza donde siempre me llevaba y, al pasar por su portal, he vuelto a decirle adiós. Sé que si me viese me llamaría absurda y me haría esconder el teléfono donde escribo. “¿Pero qué haces?”, exclamaría, y volveríamos a reírnos de todas esas ridículas que corren a rescatar fotos y anécdotas cuando alguien se marcha. “¿Quiénes se creen que son?”, apuntaría mientras retocaba su maquillaje mirándose en un diminuto espejo. Ahora esa ridícula soy yo. Rest in power, querida Roberta. Espéranos allá donde estés. Prometo que iré a verte pronto. Llevaré vino y una novela.