Vistas a la costa de Normandía con Matías

Microrrelato gay. Matías es poderoso, tiene la piel bronceada, es esbelto y guapo. Trata con insolencia al chico que más lo ama en este mundo. Matías lo desprecia. Escrito por Juan Pablo Manzano Gálvez.

Fotografía Mano Martínez
Fotografía Mano Martínez
Juan Pablo Manzano Gálvez

Juan Pablo Manzano Gálvez

Soy gay, periodista y ferroviario. Me encanta viajar solo o con mi mamá.

12 julio, 2024
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Tenía el corazón en un puño, me dolía el simple hecho de sentir, de tener conciencia. Solo quería meterme en la cama y dormir profundamente sin intención de levantarme nunca más, ya todo dejó de importarme, hasta mi propia existencia. Me sentía devastado y como si estuviese sedado debido a la cantidad de energía que había gastado al llorar desesperadamente y sin control. Estaba exhausto y bastante desorientado, ya no tenía más opciones para sentirme querido. Acababa de recibir un desprecio atroz, un daño intencionado por el hombre de mi vida.

Nunca me tocó, pero era el hombre de mi vida, lo amaba, estaba loco por él. Desde el primer momento en que lo vi dejaron de importarme el resto de personas, estaba obsesionado con Matías y solo lo anhelaba a él. Su figura esbelta, su piel bronceada y su facilidad comunicativa me cautivaron. Lo deseaba cada día de mi vida, deseaba que sus dedos acariciaran todo mi cuerpo, besar sus finos y excitantes labios, oler y lamer cada parte del él, tener un encuentro íntimo y descubrir su sexo. Tenía sueños en los que hacíamos el amor en un hotel con vistas a la costa de Normandía. Rápidamente se desvanecían y me despertaba excitado, empapado en sudor a pesar de ser invierno, mi glande estaba totalmente lubricado, el líquido preseminal había untado mi entrepierna. Volvía a verme solo en medio de la noche, atrapado en una tristeza profunda que la ensoñación era incapaz de paliar.

De día lo veía solamente en la academia de inglés, pero era suficiente para perder la cabeza, cada vez que aparecía mi pulso se aceleraba. Intenté disimular bien mi locura por sus huesos, la tapé con odio, con mucho odio por saber desde el primer momento que en la vida me rozaría Matías. No le reía ninguna gracia, sus humillantes chistes sobre mi dicción me hacían sentirme enormemente incapacitado para conquistarlo. En mi fuero interno sabía que no tenía nada que hacer con él, ni siquiera mantener una conversación amable. La frustración era insoportable. Desde el primer día dejó clara su indiferencia hacia mí, su desprecio hacia mi ser, solo se dirigía a mí con sorna ante el resto de compañeros, nada de lo que yo hacía o decía tenía su aprobación.  Nuestras clases sociales y modos de vida dejaban en evidencia mis complejos, mis inseguridades.

Matías triunfaba allá por donde pasara, su físico era perfecto, sus habilidades sociales para relacionarse con quien le interesaba eran fascinantes y su dicción para el inglés era impecable. Mi identidad estaba en las antípodas de la de Matías. Mi desenfado y mi poca finura natural le asqueaban y era evidente. Él no soportaba a la gente de segunda, y yo era de segunda categoría.

Detestaba cada vez que lo veía relacionarse con el resto de compañeros del grupo, la mayoría con caras de anuncio y cuerpos trabajados a base de gimnasio. Sentía un nudo en la garganta, era como si una mano me apretara fuertemente y reprimiera mi llanto y las ganas que tenía de gritar cuánto lo amaba y todo el daño que me estaba haciendo por su insolencia. Era inexplicable que pudiera amar a alguien que me estaba haciendo tanto daño, puede que Matías fuera mi aspiración en la vida por lo que representaba, tenía todo lo que yo siempre había querido como hombre.

Aquel día en la academia fue el peor de mi vida, mi baja autoestima terminó de rendirse. En un ataque de celos e ira desprecié al compañero que coqueteaba con él, de repente le solté furioso que era un chulo engreído, que dejara de copar toda la atención de la clase con sus intervenciones basadas en querer protagonismo. Mi ataque iba indirectamente para Matías. Él era protector de los suyos, por lo que ambos, Matías y el engreído, me repudiaron ante los demás. Matías soltó una serie de improperios que ponían de manifiesto su desprecio hacia mí: «No te soporto, no quiero escucharte más, me siento incómodo cada vez que hablas; eres lo peor como compañero, ¿cómo le dices que es un chulo engreído? No quiero saber nada que tenga que ver contigo». Le irritaba la gente con poca finura como yo.

Mi tristeza era infinita, mi esperanza por recuperar la confianza en mí, ínfima. Salí con un ataque de ansiedad de la clase y me vi perdido en medio de la calle. Sentía una especie de enajenación mental por tanto dolor. Las horas de después no las recuerdo y nunca más volví a saber de Matías ni de la academia de inglés.

 

 

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