Solo quería abrazar a mi padre

Temas: Erotismo, relatos

Estaba encerrado en el baño pintándome los labios y los ojos. Llevaba los tacones de mi madre puestos y una toalla de ducha a modo de vestido.

– Jose, ¿qué haces? Llevas más de media hora en el aseo. Vamos a cenar enseguida.

– Mamá, déjame, cenad vosotros, no me tenéis que esperar.

“Pero qué hace, este crío siempre está igual. Echa el pestillo y todos nos tenemos que esperar para entrar”, escuché decir a mi hermana Claudia de fondo. Empecé a enfadarme, mi momento de deleite se tenía que cortar, la merluza con verduras esperaba en la mesa. No podía disfrutar tranquilamente de mirarme en el espejo y sentirme la mayor diva de este mundo. Tenía que desmaquillarme a toda prisa, el negror de los ojos por los restos de pintura me iba a delatar, aunque estaba convencido de que sabían que cuando me encerraba era para transformarme en un personaje que no podía ser visto, que estaba censurado y era ridículo para todo el mundo; no conocía a nadie que hiciera esto. Cada vez que me pintaba como una puerta imaginaba que me llamaba Cristina, como Cristina ‘La Veneno’. La solía ver los fines de semana por la noche en programas de televisión mientras mi madre dormía en el sofá.

A la mañana siguiente, antes de entrar al aula de 4º de primaria, mi compañera María hablaba a voces de un popular presentador de televisión: “Mi padre dice que pierde aceite, ja, ja, ja”. Un poco después la escuché decirles a otras compañeras que yo era igual que él. No conocía aquella expresión, pero entendí que era algo vergonzante, una burla por su forma de ser. Todo el mundo decía que ese presentador era gay. Parecía algo malo, algo de lo que no estar orgulloso, pero a mí me encantaba verlo presentar su concurso de televisión, siempre iba guapísimo y con ropa súper moderna y colorida, de mayor quería ser como él. Era musculoso y muy sonriente, parecía muy buena persona con todos los concursantes. No entendía por qué la gente se burlaba de él. “Pierde aceite”, tal vez esa expresión tuviera algo que ver, pero a mí eso no me importaba, deseaba tocar sus brazos.

Esa misma tarde fui a la casa de mi amigo Jonathan, vivía justo enfrente de donde trabajaba mi padre. A menudo quedaba con él para hacer los malditos deberes del colegio, merendar leche con galletas y después jugar un rato en la calle con sus vecinas Andrea y Alba. Jonathan era bastante alto para nuestra edad y muy protector, no permitía que nadie se metiera conmigo. Esa tarde, cuando se recogió, seguí en la calle con Andrea y Alba, aunque no me sentía muy cómodo con ellas, decían muchas palabrotas. Tenía que esperar a que mi padre terminara de trabajar en la clínica dental para volver a casa en su moto. De repente, un grupo de chicos apareció por la esquina de la fachada. Iban en bicicleta bastante rápido y, antes de desaparecer en la oscuridad de esa tarde de diciembre, gritaron: “Jose, ¡maricón!”.

Me quedé mudo. No me gustaba esa palabra, me sentí insultado y humillado, aunque no sabía por qué. Andrea y Alba me miraron y me puse rojo como un tomate, tenía muchas ganas de llorar pero me contuve. Ellas repitieron lo que dijeron esos chicos por si yo no me había enterado. Mis ganas de llorar iban en aumento, me sentí enormemente solo, echaba de menos a Jonathan, aunque se acabara de marchar.

Cuando dieron las ocho de la tarde, mi padre salió y cerró la clínica. Aguanté mis ganas de llorar, hice un esfuerzo enorme, quería abrazarlo y decirle que me dijera que me quería, que no estaba solo. Me saludó con un simpático “Jose, ¡hace mucho frío! Monta en la moto que la chimenea nos está esperando”.