Hola, virus:
Lo siento, no puedo empezar esta carta llamándote querido porque, sabes, no te quiero, como tú no me quieres a mí; sólo me utilizas. Después de tanto tiempo juntos no puedo seguir dirigiéndome a ti como amigo. Como mucho, colega de viaje. Cuando llegaste a mi vida, sólo pude odiarte. Pero aquí estoy yo, más fuerte gracias a ti. Formas parte de mi vida, sí, pero ya no la guías. Me eres prácticamente indiferente, me resbalas totalmente. Un año más, la comunidad internacional ha decidido dedicarte el día 1 de diciembre. A mí me da un poco igual. Total, ya te dedico todos los días de mi existencia. Pero ahora no eres más que un desafío que añadir a la vida, la prueba de que lo que no te mata te hace más fuerte.
En los ochenta, cuando apareciste, eras una sentencia de muerte. En la actualidad, gracias a una sola pastilla que tomo diariamente, siento mi vida como regalada, no como en el pasado, cuando necesitábamos esas mezclas de píldoras infinitas. Con el tiempo aprendimos de ti, y nos dimos cuenta de que otros también te podían tener. Pasé toda mi vida con el pensamiento de si serías el fin de todo; te tenía demasiado miedo. Pero luego me di cuenta de que no era así. Además del temor inicial, también sentí rabia y, en parte, decepción conmigo mismo. Con el tiempo no sólo aprendí a aceptarte y a vivir contigo, también a aceptarme, a asumir el hecho de que no debía sentir nada de esto, de que no había culpa en disfrutar de mi cuerpo, de mi sexualidad, libremente. De que el hecho de que estés en mi vida no significa que tenga que dejar de vivir. Voy dejando atrás las limitaciones sin sentir miedo, culpa o pecado alguno.
Actualmente, con la medicación y los controles médicos, disfruto de una vida plena y de una salud igual que la de cualquiera que no tenga el virus. De algún modo, tu llegada me ayudó a hacer un camino hacia el conocimiento de mí mismo, al autocuidado. Y cuando digo autocuidado incluyo también lograr que el rechazo de los demás deje de afectarme. Porque fuiste un secreto nacido de los prejuicios que fui dejando crecer hasta que me inmovilizaron por completo. Reconozco que hubo un momento en que la vergüenza por tenerte me hizo sentir sucio, que ya no tenía derecho a la sexualidad, y, mucho menos, al amor. Pero ante quienes nos enjuician y marginan, aprendí a hacer oídos sordos, a callar hasta vencer, primero, mis demonios. Ya no me veo como un peligro para que los demás, como un reflejo, me vieran igual. Ya no soy mi propio enemigo, ni tú lo eres. Mi enemigo, actualmente, se llama ignorancia, se llama estigma. Un estigma que nace de que lo que no se nombra no existe, y ese es el error más grande. Y es que si no hablas del estigma es porque tienes un autoestigma. Es mejor compartir y ser, formar parte de una comunidad en la que no te sientes un bicho raro. ¡Quita la g del estigma y conseguirás la estima!
Ya sólo espero el ansiado antídoto que ponga fin al mal que una vez entró en nuestros cuerpos y se quedó a vivir en nuestras partes más secretas, junto con el miedo. Un día acabaremos contigo definitivamente, y lo celebraremos follando todos juntos, en una megaorgía a la que no estarás invitado. Una fiesta final que sólo podrá celebrarse cuando sea para todos sin excepciones. Porque esa celebración será global, o no será.
Este artículo es un trabajo colectivo del Grupo de Ayuda Mutua (GAM) de personas con VIH de COGAM. Puedes consultar todas las actividades que ha preparado esta asociación por el Día Mundial del Sida 2024, desde talleres a conciertos y mesas informativas, en COGAM.ES