Incluso en la lucha contra la discriminación se corre el riesgo de discusión interna. A nadie debería sorprender que en un mundo plural resulte costoso poner de acuerdo a quienes lo conforman. El desacuerdo ha sido una tensión evidente incluso en los movimientos por la liberación gay, y da la sensación de que, tras la mayoría de los discursos públicos al respecto de lo queer, se oculta un gran desconocimiento. La discrepancia dentro de los movimientos que han luchado contra la discriminación de las personas marginadas ha existido siempre. Los primeros movimientos por la liberación lésbica recomendaban que las mujeres más masculinas vistieran de forma femenina para adecuarse a los parámetros estéticos del mundo laboral. También se ha señalado que la liberación gay de finales de los 60 opacaba y excluía a la identidad lésbica. Para una parte del feminismo de segunda ola era algo de lo que apartarse, llegando a considerar a las lesbianas como la llamada “amenaza lavanda”. Las personas transexuales, los travestis e intersexuales también manifestaban su exclusión incluso en el seno de los movimientos de liberación gais, proclamándose contra el estereotipo de hombre blanco homosexual como estandarte del movimiento. Por no hablar de la bisexualidad, considerada despectivamente por parte del feminismo lésbico por su carácter fronterizo con la heterosexualidad, con la que compartiría privilegio. El desacuerdo es una constante y en la lucha contra la desigualdad es fácil considerar el dolor ajeno como inferior al propio, una tendencia tan habitualmente natural como desaconsejable en el diálogo social.
La palabra queer es uno de tantos términos que, en la lucha por la reivindicación, ha visto cambiado su sentido originario. Usada desde hace siglos para apuntar y excluir a toda aquella persona que transgrediera la norma (y que incluía a gais, lesbianas, travestis, transexuales, prostitutas y toda aquella persona considerada ‘extraña’) ha seguido el mismo destino que, por ejemplo, ‘homosexual’, empleada en un principio como categoría psiquiátrica para patologizar una determinada forma de deseo sexual. Lo queer se instituye como identidad y como una de las consecuencias más recientes de ese proceso de lucha contra la desigualdad y la exclusión. Se trata de un término hoy en día elástico, que puede extenderse para comprender cómo aquellos que no encajamos con las categorías clásicas de género, sexo y sexualidad nos sentimos y expresamos. No obstante, no debería entenderse que la identidad queer consiste en teñirse el pelo de colores ni vestirse de determinada manera: la libertad que propugna lo queer va más allá de la libertad de consumo. La reflexión que se oculta tras la teoría queer parte del desarrollo histórico y social de los conceptos de género, sexualidad, raza, familia o cultura. Cada época y sociedad ha estigmatizado determinados comportamientos y actitudes, cuya huella aún pesa sobre las generaciones que lo experimentaron y para los que, desgraciadamente, lo siguen padeciendo. Frente a la injusticia de tales dinámicas, las personas afectadas han tratado de construir comunidades para derribar las etiquetas sociales que se les imponían y la discriminación acorde a ellas. No obstante, lo queer es consciente de que dentro de estas revoluciones también se corre el riesgo de excluir a quienes están en los márgenes. ‘Q+’ no son solo unas siglas: representan las voces habitualmente silenciadas por no satisfacer los modelos establecidos.
Detrás de los debates filosóficos que han fundamentado la consideración de lo queer, se ha tomado conciencia de las diferencias sociales entre las personas por razón de sexo, género, raza y deseo así como de la institucionalización del prejuicio. Desde la identidad queer se cuestiona el poder y su capacidad para falsear el compromiso de tal forma que, desde la lucha por la desigualdad, no reproduzcamos aquello a lo que nos enfrentamos.