EL HOMBRE DEL SACO
Me dijo de ir a su casa. Sé que no es sorprendente que te hagan este tipo de proposiciones ni siquiera en la primera cita, pero a mí sí me sorprendió pues llevaba apenas cinco minutos sentado en el asiento del copiloto de su coche. Ese era el tiempo que hacía que nos habíamos conocido. Le pregunté si era el hombre del saco y me miró extrañado. No sabía a qué venía esa pregunta.
En un principio pensó que quizá le estaba empezando a temer, pues ya sabemos que ese señor al que nuestros padres nombraban de vez en cuando durante nuestra niñez era capaz de, sin haberle visto nunca la cara, hacernos cambiar de pequeños diablillos a seres maravillosos, pues nadie quería que hiciera acto de presencia. Yo le dije que estaba encantado de tenerlo a mi izquierda y que por supuesto no me asustaba para nada. Le expliqué que era una broma, que se me había ocurrido llamarle así porque me pareció que iba un poco “a saco”, simplemente. La broma le hizo algo de gracia.
Le dije que tenía una idea que creía que le iba a gustar, que me diera un minuto que quería coger una cosa de mi coche. Volví a entrar en el suyo con mi mochila y le propuse irnos a las afueras de la ciudad a un lugar más tranquilo. Me preguntó qué llevaba en mi mochila, y era él el que empezaba a estar un poco asustado con tanto secretismo.
Esa noche de mediados de agosto había lluvia de estrellas y el cielo estaba totalmente despejado. Cuando llegamos a un descampado donde no había rastro de luz, saqué de mi mochila una manta donde nos tumbamos a ver las estrellas. Eran las tres de la mañana, y a pesar de ser agosto empezaba a hacer algo de fresco. Él me dijo que no me preocupara, y sacó de su coche un saco de dormir… Al final resultó que estaba en lo cierto.
ILUSTRACIÓN: David Rivas
Poemas y relatos cortos escritos por el escritor y docente Juan Carlos Prieto Martínez
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