El dramaturgo, académico de la RAE y director del Teatro de La Abadía, Juan Mayorga, lleva muchos años navegando entre las diferentes salas, desde las más alternativas hasta los teatros oficiales y los grandes festivales. Sabe que llenar la sala es sin duda uno de los argumentos de peso a la hora de cuantificar el éxito de una producción y, aunque son variados los motivos que nos mueven a ser espectadores de un fenómeno teatral, un nombre como el de José Sacristán le aseguraba que no quedaría ni una butaca libre en su último estreno como autor y director de La colección.
No es esta una solución tramposa, ni mucho menos, porque desde el principio de esta crítica defiendo el trabajo de José Sacristán, uno de los grandes actores que lleva en nuestra escena desde los años 60. No estamos ante una función sencilla, la podemos calificar como teatro literario, en el que la importancia de las palabras está por encima de las acciones, y en el que no faltan notas autobiográficas de la fantástica carrera del autor.
Desde el principio nos advierten que nada va a ser lo que parece y que las metáforas son las verdaderas protagonistas de la historia, incluso por encima de los personajes. Su visionado y consecuente disfrute exige del espectador una especial atención que sin duda consigue, como demostró el mágico silencio de la sala, algo no precisamente habitual.
La estructura de la obra tiene mucho que ver con la sala Juan de la Cruz de La Abadía, que según confiesa Mayorga es lo que le impulsó a embarcarse en este proyecto. El escenógrafo Alessio Meloni aprovecha la forma de antigua capilla del teatro como pocos lo han hecho, desnudando paredes, rescatando sus antiguas vidrieras y dando protagonismo a su gran bóveda de 25 metros de altura. Pero sin duda es la sabiduría del iluminador Juan Gómez-Cornejo la que consigue el ambiente mágico y se lleva la palma de los efectos técnicos, muy bien acompañada por el espacio sonoro intenso de Jaume Manresa.
Como en toda pieza con cierta intención metafísica que se precie, se nos plantea una serie de interesantes cuestiones que van surgiendo en su desarrollo y que no tienen una única respuesta, cada cual decidirá su significado según sus propias experiencias vitales. ¿Qué significado tiene esa colección simbolizada por decenas de cajas marcadas con signatura museística? La respuesta inicial a esta pregunta habla del deseo de poseer objetos caros y únicos, del poder, de la codicia en una palabra. Pero salimos con la idea de que aquello era un símbolo de la vida misma, de experiencias vividas, que también son únicas, aunque compartidas.
¿Cómo se puede acceder a este museo único? La primera idea es que solo los millonarios tienen la llave para entrar en ese exclusivo mundo, y harán lo que sea necesario para ello. Pero una segunda lectura nos llevará a la conclusión de que serán la modestia y la generosidad las que nos permitirán vivir esa vida plena de emociones. ¿Cuánto, o mejor dicho, hasta cuándo podremos mantener todo lo conseguido en nuestra existencia? El temor a perder el patrimonio sería la inquietud central, inferida por el miedo a la muerte o al olvido y encarnada en la imagen del par de ancianos sin familia, que se preocupan por su legado, acompañados por Ignacio Jiménez, que cumple bien en su papel del mayordomo.
¿Dónde irá todo esto cuando ya no estemos? Otra vez aparece el temor a la pérdida, aliviado de momento por Susana, la otra coleccionista que ha sido elegida para la sucesión, a la que da vida Zaira Montes en una actuación sincera. En sus interacciones con los propietarios se habla mucho de las personas y el derecho a poseer, también de la profundidad de sus corazones.
Y así llegamos a la última pregunta: ¿Quién protagoniza esta amalgama de experiencias, riquezas y vida? Sin duda, la pareja formada por Ana Marzoa y José Sacristán es una maravilla. No solo para el éxito de la producción, sino que es también un regalazo para todo el que se siente en una butaca a disfrutarlos. Ella, de personalidad fuerte y poderosa, no carece sin embargo de ricos matices, a la vez que rezuma un poso de alma maternal. Su discurso es imponente y su papel como sparring de Sacristán, bien medido, contrasta con la potencia histriónica de él, que ya en sus primeras palabras te pone el vello de punta con ese chorro de voz imponente.
José Sacristán está que se sale, no es una de esas actuaciones de siempre, sino que te sorprende con una serie de técnicas contemporáneas a las que los actores de su generación no suelen acudir. Los pequeños movimientos de sus dedos, pies o cabeza, coreografiados con sus palabras cortadas, silencios y rugidos de su voz, marcan la diferencia, convirtiendo su actuación en ARTE (con mayúsculas).
⭐⭐⭐⭐⭐