Tomando la pluma en todo su espectro, el canario Cristóbal Tabares ofrece un homenaje caleidoscópico y generacional a un material y una actitud que han presidido muchas de las fantasías de la humanidad desde el inicio de los tiempos.
Que al pintor tinerfeño Cristóbal Tabares le interesan desde hace años los seres emplumados no es un secreto. Su enorme colección de cisnes de porcelana ya dio pie a una instalación escultórica, El lago de los cisnes (2022), donde disponía 424 piezas en una danza espiral concéntrica, a modo de lago con vórtice, que pudo verse tanto en su primera muestra individual en Canarias como en ARCO o en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid el pasado verano.
Si nos paramos a pensar que esta pieza originalmente apelaba al fin de la buena vida burguesa con la llegada del bolchevismo ruso a principios del siglo XX, retratado entonces con una sutileza irónica considerable por una larga serie de pinturas sobre los últimos años de la familia Románov que acompañaban la instalación, descubriremos uno de los modos de proceder más estimulantes que ha dado el pop patrio, y que marca definitivamente una nueva vía para este largo movimiento artístico, necesitado precisamente de este tipo de renovaciones para seguir existiendo como tal.
Cristóbal Tabares es probablemente el último de los pintores pop españoles, pero su pintura dista mucho de identificarse sólo con eso. El pop en él no parece sino un vehículo tomado con seriedad, pero con intenciones distintas. Miembro de una generación cultivada mayoritariamente a través de la televisión, el papel couché y los memes digitales, aprovecha todas estas circunstancias para elaborar, en paralelo, sutiles disquisiciones sobre la realidad presente, el marco histórico que nos ha llevado hasta aquí e incluso serios apuntes a las múltiples transformaciones de la cultura occidental, su sociedad y sus artes.
Todo sin despeinarse, sin que se le note abiertamente, y sobre todo con un bendito ojo para inocular humor, ironía, sátira y farsa a lo que trata. Por hablar en plata: como si hiciera un espectáculo travesti, lleno de luz y brillo, con los problemas más evidentes de la cultura contemporánea.
Es precisamente el poder transformador de la pluma, tanto su esencia biológica evolutiva –la que termina por convertir al patito feo en cisne, por ejemplo– como su esencia metafórica –la posibilidad de levantar el vuelo o de imaginar otras posibilidades, incluso en términos de movimiento corporal o de género– lo que parece mover esta particular exposición.
Que está plagada de joyas en pequeño formato formando un arrebatado discurso donde Björk y su traje cisne creado por Merjan Pejoski, cotorras, loros y periquitos, Elizabeth Taylor o un edredón relleno de algo por contexto evidente pueden convivir en un desopilante universo movido por el humor, el color, la luz y la esperanza.
Con un trazo agradablemente apresurado –otra de las características que lo alejan del pop hacia la pintura figurativa del realismo crítico: la omisión de cualquier perfección publicitaria en el lienzo–, Tabares aboceta y recrea imágenes icónicas surgidas de los mass media y las reformula, en un proceso que es tanto apropiacionista como metaanalítico.
Un camino que es el de la pintura conceptual hoy. El resultado es una exposición a varios niveles de lectura: las bromas que parecen algunas de sus obras pronto revelan una visión más profunda sobre las claves y los modos de resistir frente a un agitado, desmemoriado e inmediato mundo presente.