Una cosa es salir del armario y otra cosa es saber lo que te gusta en el sexo. Es, a grandes rasgos, la diferencia entre el qué y el cómo. En mi caso, a los 18 años salí por la puerta grande con amigos y familia. “Soy gay, y a mucha honra” era la base del discurso. Pero luego, llamadme lento, me costó casi una década saber realmente cómo me gustaba el sexo y, en consecuencia, empezar a disfrutarlo.
Ser gay, como todo, tiene sus ventajas e inconvenientes. Los inconvenientes son que la educación sexual homosexual es prácticamente inexistente. Que uno sale a la arena solo y se lo pueden comer los leones más fácilmente. Que quizá burlamos a la adolescencia, pero luego le viene a destiempo. La mayor ventaja, en mi opinión, es que, ya que reevalúas una sexualidad (la tuya) todavía a contrapelo, puedes ir con todo y decidir que te gustan los señores treinta años mayores que tú o la gente que te duplica el peso, que tu pareja la formarán una o dos o tres personas más. Y que tu concepto de fidelidad será el que te dé la gana. Eso es maravilloso.
Pero lo cierto es que, probablemente, sea más difícil de abrir este segundo armario que el primero. Porque además es de doble puerta: una salida es la del heteropatriarcado, en el que tendrás que ser un gay pero con limitaciones para ser aceptado. A poder ser, ir por el camino de la monogamia y acabar no en el altar, porque todavía no nos dejan, pero sí en los juzgados. Y olvídate del plumón, claro.
La otra salida es la del mundo gay, sexualmente más libre pero, ojo, que también sobreentiende desde el principio que dominas sus códigos y no es el lugar más cálido al que llegar con dudas y titubeos. La ley de la selva se impone y toca endurecer la piel.
Así las cosas, durante mucho tiempo me he sentido demasiado promiscuo para el heteropatriarcado y demasiado mojigato para la escena mayoritaria gay. E igual que antes de los 18 forcé un poco mi masculinidad en varias ocasiones para encajar con los patrones clásicos, otras me he sorprendido a mí mismo follando más por inercia social-sentimental que por verdadero deseo. Las dos situaciones me parecieron igual de tristes.
Un día, por fin, me paré a pensar en mis deseos y mis fobias y, ya puestos, escribí un libro sobre ese desencuentro mío con el erotismo, o, quizá, sobre la difícil aceptación de que era un ser sexualmente bastante templado. Ese libro, llamado Anticlimax, y que por fin he podido publicar, también es, si se quiere, un manual de supervivencia de un homosexual algo conservador, con alma nostálgica, que sentía que le habían robado el derecho al sexo como lugar extraordinario y no tan habitual.
Entonces me di cuenta de que la puerta del segundo armario era más pequeña pero se me había atragantado. Y que, sin los ardores de la juventud, se empezaba a abrir poco a poco. Empezaba a discernir no solo lo que me gusta y cómo me gusta, sino cuándo y con quién. También, quizá lo más importante, me di cuenta de que en la batería de las preguntas a responder sobre mi sexualidad tenía que eliminar el por qué. Y entender que todas las respuestas a las anteriores preguntas eran perfectamente susceptibles de cambio conforme avanza la vida. Comprendí por fin que lo extraordinario se puede encontrar en lo casual y en lo sostenido. Que las apetencias fluctúan y que, para disfrutar de verdad, tenía que hacerlo sin armarios ni etiquetas. A partir de entonces, decidí hacer, básicamente, lo que me diera la gana. Y con esto me refería tanto a la trasgresión ruidosa del hacerlo todo como a la revolución silenciosa del no hacer nada.
MATEO SANCHO CARDIEL ES PERIODISTA Y ESCRITOR. SU ÚLTIMO LIBRO ES ANTICLIMAX, LA TRADUCCIÓN AL INGLÉS DE LA REVOLUCIÓN ASEXUAL (FINALISTA AL PREMIO ANAGRAMA DE ENSAYO), Y SE PUEDE CONSEGUIR ONLINE