Qué complicado es escribir cuando todo se tambalea. Cuando el mundo que conocías y, tal vez, incluso apreciabas –con esfuerzo, que no te lo han puesto fácil– decide romperse entre tus dedos. ¿Quién consigue sobreponerse y hablar de trivialidades? ¿Quién puede dar la espalda a la realidad en estos momentos? Odio, frustración, rencor, ira, rabia. Insultos brotando desde teléfonos móviles, revueltas en la calle, pelotas prohibidas, sangre, golpes. Todo al lado de casa. En esa calle que una vez recorriste, en esa puerta donde una vez te paraste. ¿Dónde hemos llegado? ¿Qué nos ha pasado? Salir a, perdón, hostias de tu burbuja y darte de bruces con la desazón. Abrir los ojos al horror. Uno al que estamos acostumbrados a ver en televisión pero que ahora nos toca de cerca. Uno que ha ocurrido sin darnos apenas cuenta, o peor, dándonos mucha pero girando la cabeza. Uno al que nos creíamos inmunes. Qué ilusos.
Me llega esta columna en pleno conflicto desatado en Cataluña. Hace apenas unos días, centenares de heridos eran atendidos tras recibir golpes y palos en plena calle. Querían expresar su opinión. Tal vez no de la forma que algunos hubiésemos deseado –la manía de hablar por el conjunto siendo tan solo una persona–. Tal vez consideraron que no había otra forma de hacerlo –siempre hay otra forma–. Nada justifica la violencia. Poco importan los análisis, las explicaciones –¿acaso las hay?–, los motivos, las causas, las consecuencias, el ruido. Las imágenes hablan por sí solas. Imágenes que nunca habríamos tenido que ver. Hechos que nunca tendrían que haberse producido. Una vergüenza que tendremos que soportar sobre los hombros. Ahora que hacía muchas décadas que habíamos conseguido quitarnos el lastre.
Reconozco que mis intenciones al sentarme delante de este papel virtual eran otras. Hablar de algún fleco suelto, de alguna de estas cuestiones que tantos quebraderos de cabeza me generan día a día –en mi última intervención en estas páginas me dediqué a reivindicar a los valientes que, en los tiempos que corren, se atreven a no rasurar sus zonas íntimas, así que imagínense–. No he podido. Llevo días dándole vueltas, tratando de buscar un tema, un enfoque, un salvavidas al que aferrarme, pero todos mis esfuerzos han sido en vano. Las teclas te llevan por donde no quieres. El dolor que uno siente cada vez que escucha el lenguaje belicista en el que nos hemos instalado, la pulsión de enfrentamiento, los bandos, las posturas, ¿la guerra? Así no hay lugar para frivolidades, pese a que las necesitemos más que nunca.
No sé qué habrá ocurrido cuando estos párrafos estén ya en la calle. No sé si se habrán vuelto a producir estos tristes episodios. No sé si la deriva habrá llegado a un puerto del que ya no será sencillo salir. No sé si quedará algún gobernante capaz de apostar por aquello que debía haberse hecho hace muchos años. Tampoco sé si quedarán fuerzas para hacerlo. Siento rendirme ante el derrotismo. La crispación me empuja a hacerlo. Pocos como nosotros, los miembros del colectivo LGTBI, saben lo que es salir a la calle. Reclamar una igualdad real inexistente, exigir que dejen de darnos palizas, luchar por nuestra dignidad, por un futuro donde dejemos de ser ciudadanos de segunda. No nos queda otra y, desgraciadamente, no nos quedará. Desde esta perspectiva, a veces, resulta difícil comprender los motivos. Cómo aquellos que han llevado las injusticias, los recortes, la discriminación por bandera, ahora se ensalzan como adalides de la revolución. Pero nada de eso justifica la violencia. Sus golpes son los nuestros. Como los nuestros deberían ser los de la sociedad. Nos queda mucho camino por delante. No será fácil. Qué dolor.