Más allá del atractivo que le ha convertido en una de las estrellas más sexys de Hollywood, este alemán-irlandés de cuarenta años se ha convertido en un fenómeno. Michael Fassbender es un rostro habitual en superproducciones que triunfan en la gran pantalla, como las últimas entregas de la saga X-Men o el regreso de Alien, y esa tendencia va a continuar al alza. El secreto para no desgastarse reside en su capacidad para encarnar papeles en toda clase de géneros cinematográficos. Desde que diera el espartano salto al otro lado del Atlántico con su rol secundario en 300, no nos ha chirriado verle poniendo acento en Malditos bastardos o luciendo mente brillante en el sorkiniano Steve Jobs.
Si en el diccionario se asociase a cada adjetivo la foto de un actor, la suya debería aparecer junto a la descripción de ‘polifacético’; y es que su registro es tan amplio que resulta igual de creíble como torturado personaje shakespeariano en Macbeth, como un obsesionado con el sexo en Shame o como Harry Hole, un brillante detective con métodos poco ortodoxos en El muñeco de nieve, la nueva película del director sueco Tomas Alfredson, artífice de las premiadas Déjame entrar o El topo. En esta adaptación de la novela homónima escrita por el noruego Jo Nesbø, Fassbender debe investigar la extraña desaparición de una mujer, y cuenta con una única pista: frente a su domicilio se ha encontrado un muñeco de nieve con la bufanda de la desaparecida. Un caso particular que parece formar parte de algo mucho más grande y peligroso a lo que el detective deberá enfrentarse.