Partamos de la base de que estamos ante una de las películas capitales de la década, cuyo encanto reside, precisamente, en disimular su condición de obra maestra. Que se maneje continuamente el dato de que su director, Richard Linklater, haya dedicado doce años a su rodaje no debería confundir el veredicto del espectador –esfuerzo no es igual a talento–, pero tras esa maniobra titánica de ver crecer en pantalla a su protagonista, Mason (Ellar Coltrane), desde los seis hasta los dieciocho años, no se esconde sino un recurso dramático tan complejo como alucinante: que la vinculación emocional que el espectador establezca con sus protagonistas no se parezca a nada visto antes en el cine.
Podría decirse que Boyhood es el máximo exponente de la obsesión por retratar en un espejo el paso del tiempo que ha marcado la carrera de Linklater –especialmente definida en el tríptico Antes del amanecer–, pero nunca antes había resultado tan impactante como en esta película de iniciación sobre la peripecia vital de un adolescente de clase media. Todo el material, en sus cerca de tres horas de metraje, es natural, fluido y reconocible, y confundir eso con tedioso sería un error.
Linklater consigue dibujar el paradigma sociocultural de los protagonistas y secundarios de esa nueva generación crecida al abrigo de High School Musical, Harry Potter y Crepúsculo a través de escenas cotidianas narradas de la manera menos épica posible, con un costumbrismo sin estridencias que resulta hasta poético y que le habría encantado alcanzar a otros compañeros de generación como, por ejemplo, Gus van Sant. El inteligente uso de la elipsis convierte a Boyhood en un retrato sobre lo inasible y lo imprevisible –y sobre las personas que se dejan atrás, las mudanzas, las peleas, las fiestas…– que queda resumido en su más esclarecedor diálogo, cuando Mason Jr pregunta “¿Cuál es el sentido de todo esto?” y su padre (Ethan Hawke) responde: “Nadie lo sabe, todos improvisamos”. Imprescindible.
La película Boyhood se estrena el 12 de septiembre.
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