Crítica: 'La isla mínima'

Hay algo aplicable al grueso del trabajo en solitario de Alberto Rodríguez como cineasta: la utilización de Sevilla como un instrumento con el que medir nuestro pulso en función de una época o colectivo, que lo mismo le sirve para aproximarse al cine de quinquis (7 vírgenes) que como crudo espejo de la crisis de […]

26 septiembre, 2014
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Crítica: 'La isla mínima'

Hay algo aplicable al grueso del trabajo en solitario de Alberto Rodríguez como cineasta: la utilización de Sevilla como un instrumento con el que medir nuestro pulso en función de una época o colectivo, que lo mismo le sirve para aproximarse al cine de quinquis (7 vírgenes) que como crudo espejo de la crisis de los cuarenta (After) o ejemplo del policíaco más negro (Grupo 7). Probablemente, La isla mínima constituye el trabajo más redondo de un autor al que cuesta encontrar peros en su filmografía.

Rodríguez es un director de claroscuros, atmósferas subyugantes y personajes atrapados. Si Grupo 7 servía como barómetro de la Sevilla previa a la Expo del 92, La isla mínima viaja un poco más atrás para actuar como escalofriante indicador de una democracia aún en pañales. En ese entorno rural del Guadalquivir en donde se desarrolla la historia, la España de principios de los ochenta se traduce en un tardofranquismo que aún tardará años en desaparecer, si es que lo hace, bajo esas marismas y para salir a flote de tanto en tanto.

Crítica: 'La isla mínima'

Al margen del entregado trabajo de su pareja de actores, unos atormentados Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo, diametralmente opuestos en técnica y personalidad –en los Goya se las verán entre ellos, probablemente acompañados por secundarios como Antonio de la Torre y Nerea Barros–, ese es el mayor acierto de Rodríguez como director: con el pretexto de contarnos la historia de una pareja de detectives que viajan al sur de España para esclarecer la desaparición de dos adolescentes –una suerte de True Detective cañí–, el director nos enfrenta a través de su perfeccionista mirada y desde sus proféticos créditos iniciales –mención especial a Alex Catalán por esa añeja fotografía– con un estado de ánimo que, por inquietante, convulso y nervioso, bien podría ser el actual. Porque lo es.

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