Adán y Eva se ha convertido por méritos propios en nuestro programa de desnudos (in)justificados preferido de la televisión. Los de Cuatro tienen doble mérito porque han conseguido algo inédito en la redacción de Shangay: que nos insensibilicemos al ver a un chulazo meneando el pajarito en libertad. Ni siquiera Joaquín, mi compañero heterito –que tiene veintipocos y está en esa edad en la que le gustan todas (o casi todas)–, me ha hecho comentario lascivo alguno sobre las cualidades de las Evas del capítulo de ayer ¿Le estaré encaminando hacia el lado gay de la vida?
Creo que lo que le sucede a mi heterito es lo que a todos: que pasado el morbo inicial de preguntarse cuan bien armado estará el Adán (o la Eva) de esta semana, la desnudez pasa a un segundo o incluso a un tercer plano, y no queda otra que sumergirse en el romanticidio isleño. Vamos, que no deja de ser un Gran Hermano en pelota picá.
Para los que no visteis el programa, o para los que lo visteis pero preferís haceros las locas, os diré que lo más interesante que ocurrió en el cuarto episodio no fue que Alejandro –musculoso bombero valenciano– tuviera que elegir entre Montse –morena, coruñesa, entradita en carnes– y Sonia –rubia, escultural y tatuada que recordaba bastante a Ylenia de Gandía Shore–. Tampoco fue que Alejandro demostrara desde el principio que tenía más abdominales que neuronas: “Tengo buen físico, trabajo fijo, dinero… La verdad es que no sé por qué no tengo pareja”, reconocía modestamente el apagafuegos en su vídeo de presentación. Ni siquiera fue descubrirle la manguera al bombero, todo muy estándar a priori; aunque ya sabemos que a veces el miembro en relajación engaña, que las hay de carne y de sangre, y que te puedes llevar sorpresas cuando la cosa se anima y bla bla bla. En fin, estándar mientras no se demuestre lo contrario.
Lo más importante fue comprobar que Alejandro tenía más pluma que manguera, muchísima más pluma que manguera… pero era hetero. Su manera de vestir (antes y después de quedarse en cueros), sus delicados gestitos, su forma de atusarse el flequillo a lo Carmina Ordóñez.
Todo hacía presagiar que en cualquier momento iba a reventar el armario con su hacha de bombero. Sin embargo, se mantuvo firme en la heterosexualidad de principio a fin. Sí señor, eso es un macho ibérico de los que se están perdiendo.
Mi heterito y yo hemos estado revisando el momentazo en el que Alejandro, tras presentarse como un “superhéroe del siglo XXI”, se puso a mariposear porque había una avispa revoloteando cerca. Mi heterito se mantenía en sus trece de que el bombero tenía que ser sí o sí de la acera arcoíris, «sus modos le delatan», decía. Hay que entender a mi heterito: vive a caballo entre el mundo heteronormativo y Shangay, y el pobre está hecho un lío. Por eso le he tenido que explicar que no a todos los hombres amanerados tiene que gustarles la cinta de lomo. Así de fino he sido en mi argumentación. No sé si le he convencido –ni siquiera sé si me he convencido a mí mismo–, pero creo que ya va siendo hora de que alguien grite con orgullo: ¡Vivan los heterosexuales con pluma! Porque haberlos, haylos.
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