Hay muchos paralelismos entre el compositor homosexual Benjamin Britten y el protagonista de Muerte en Venecia, el relato de Thomas Mann. El más destacado es que Britten compuso esta ópera poco antes de morir en 1976, algo parecido a lo que le ocurre al escritor Gustav Aschenbach en la novela, que se encuentra con la peste en la ciudad italiana tras caer cautivo de la belleza ideal del joven Tadzio, con el que ni siquiera llega a entablar conversación. En cierta medida, la ópera de Britten está considerada su más confesional y liberadora despedida, al utilizar a Aschenbach como álter ego de sus inquietudes vitales, y hay que aplaudir que el Teatro Real de Madrid se haya decidio a recuperar, en una de sus más ambiciones producciones, esta obra con su poder homoerótico intacto.
Muerte en Venecia, que puede verse del 4 al 23 de diciembre, es la historia de una obsesión, pero también la búsqueda del ideal de la belleza y un retrato febril y alucinado de un amor gay imposible. Por un lado, un escritor en plena crisis creativa que se siente irremediablemente fascinado por un joven efebo, Tazdio, que sobre el escenario se pasea mudo, indiferente –y desnudo– como la encarnación del deseo erótico que representa. En esta coproducción entre el Real y el Liceo, la ópera –dividida en dos actos y diecisiete escenas– está protagonizada por el tenor John Daszak, en el papel del atormentado escritor Aschenbach, y el barítono Leigh Melrose, que se encarga de dar vida a siete distintos personajes, y cuenta con dirección musical de Alejo Pérez y una evocadora puesta en escena de Willy Decker que representa las formas más exaltadas de la belleza masculina y el homoerotismo. Por eso abundan los guiños a Caravaggio, los desnudos masculinos y la idolatría adolescente.
Las representaciones de Muerte en Venecia en el Real se completan con el ciclo El universo musical de Thomas Mann en la Fundación Juan March y la exposición La Venecia de Mariano Fortuny en la Biblioteca Nacional.
Fotos: Javier del Real
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