Esta columna va a saltarse todas las normas del buen hacer periodístico. Todas. Las próximas 550 palabras (aprox.) van contra el libro de estilo de cualquier medio de comunicación escrito que se precie. Entre otras cosas, porque se titulan como el medio que las publica. Y ya se sabe que el periodista, o el medio, no ha de ser nunca la noticia, sino quien la cuenta. Pero a veces no importa saltarse las normas si lo que se va a contar merece la pena. Shangay es una publicación (seis cabeceras, en realidad, bajo el mismo paraguas) que forma parte de nosotros, de nuestra cultura, nuestra forma de vivir. Somos muchos los que pertenecemos a lo que podríamos llamar ‘generación Shangay’.
Son muchos años ya en los que, de una manera u otra, esta(s) revista(s) ha(n) estado presente en nuestro día a día. En el mío, en especial, de una forma muy significativa, tanto a nivel personal como profesional y, por qué no decirlo, como ese lector anónimo que muchas veces la ha cogido, no para leerla, sino para tenerla en casa, al igual que en una peluquería deben tener ¡Hola!, Diez Minutos o Lecturas. En estos casi veinticinco años, Shangay siempre ha estado ahí, incluso para enfadarme con ella: es lo malo de las relaciones largas, te enfadas y te reconcilias. Todo lector fiel tiene el derecho –y el deber– de cabrearse si en ‘su’ revista lee algo que no le gusta. Es la base de la relación.
Por felices circunstancias que no vienen al caso, esta revista ha cogido ahora un protagonismo mayor en mi vida. Y ese es el motivo de esta columna, que rompe con las normas de buen hacer periodístico. Tras este último Orgullo, y de cara al World Pride del año que viene, uno tiene las emociones a flor de piel y ganas de contar las cosas como realmente las siente. Aunque, igual, es solo por una cuestión de edad, y lo hago porque estoy orgulloso de pertenecer a la ‘generación Shangay’ y puedo compartirlo desde estas páginas. En cualquier caso, quiero usarlas para hacer un reconocimiento público a todos aquellos que consiguen que este producto tan especial salga a la calle. No van por orden de cargos, ni alfabético. Ni siquiera de antigüedad: eso lo dejamos para las vedettes, que nos gustan más que a nadie, pero no somos como ellas: Pablo Giraldo, José Gordillo, Raúl, José Iglesias, Fico, Joaquín Gasca, Pablo Carrasco, Manu Collantes, Agus, Alfonso, Roberto, Gurgen, Lázaro, Iván Soldo, Ana Parrilla o nuestros becarios de este verano, Gonza y Raúl, junto a muchos otros que han pasado en estos años desde aquella mítica época del Shangay Tea Dance. Esto no es un homenaje nostálgico, sino un reconocimiento o, mejor, un agradecimiento. Poder decir como Dorothy/Judy Garland, “There’s no place like home”, es un lujo que hay que compartir, aunque vaya contra las normas del buen hacer profesional. Shangay es, para muchos como yo, el camino de baldosas amarillas que te lleva al reino de Oz.
Bien pensado, desde los inicios, esta revista también hizo caso omiso a todas las normas del buen periodismo. En mis casi 24 años en la profesión he visto demasiadas revistas que, manteniendo las normas, han durado muy poco. Igual romperlas, como siempre ha hecho Shangay, no es tan mala idea y es el modo correcto. En ese caso, esta columna iría por el camino acertado y, por fin, estaría haciendo algo bien. Siempre hay tanto que aprender…