Una de las cosas buenas del denostado oficio de escribir es que te hace viajar. La presentación de un libro te lleva a lugares que no habías pisado con anterioridad, y a través de coloquios y ponencias conoces de punta a punta la querida España a la que Cecilia dedicó una canción.
Hace un par de semanas me embarqué, salvoconducto de por medio, en un nuevo destino. Y si otra cosa buena tienen dichos eventos, es que al final se da la ocasión de una ronda de preguntas, que la mayoría de las veces se torna en un debate de lo más interesante y reflexivo. Percibo que las dudas y cuestiones han ido evolucionando en los dos últimos años, y no de manera casual precisamente.
El hecho de analizar si es correcto o no que una actriz cisgénero interprete a una persona trans se ha ido asentando en el razonamiento colectivo. Lo mismo con las políticas de odio y otros muchos asuntos de los que hemos acabado obteniendo una respuesta (y rara vez una solución). Fue recientemente en Canarias donde comprobé que se planteó una nueva cuestión, que ya había escuchado poco tiempo atrás en otro lugar: “¿Sirve de algo que las producciones LGTBIQ se puedan ver únicamente a través de plataformas?”. A lo que se añadía el planteamiento de si quizás nos estaban arrinconando sin darnos el merecido hueco dentro del mainstream.
Si hubiera habido un premio a la mejor pregunta, esa se llevaba el millón, y en tiempos pasados hasta el apartamento en Torrevieja. En el fondo era algo que me había planteado con anterioridad, de ahí que me mantuviese firme en mi conclusión. No cabe duda de que somos productos de pago, sujetos a una suscripción que parece que tenga que ir destinada a un nicho muy concreto, pero no por ello menos valioso o importante. Eso sí, para personajes secundarios destinados a la mofa, ahí sí que nos han dado siempre lugar en abierto y en pleno prime time si lo consideraban necesario.
Sería maravilloso que las concursantes de RuPaul fueran vistas por una familia a la hora de cenar. No por el hecho de que contemplen a las drag queens, que están de sobra integradas en el imaginario colectivo como las monjas, las enfermeras o la presentadora del telediario, sino porque descubrirían otras facetas que la gente desconoce, con los valores positivos del propio programa, al igual que hacen con los talent shows de cocina, canto o costura. E igual de maravilloso sería que el público más mayoritario empatizase con el argumento de Pose, la historia de Transparent o con las peripecias de Orange Is The New Black, sin tener que suscribirse a nada, al alcance de todas.
Pero lo cierto es que hemos llegado a un sector que es sinónimo de calidad, alejado de la guerra de las audiencias, y que parece que ha venido para quedarse. Es mejor verlo como un terreno conquistado en vez de un lugar de exclusión, porque no lo es, menos aún si tenemos en cuenta que hace tan solo cinco años nuestra existencia, de según qué modo, era casi nula. Estamos viviendo la era de la diversidad, algo de lo que la macropotencia estadounidense ha comenzado a ser consciente, y lo desarrolla con precisión.
Aquí, como siempre, nos llega un poco más tarde. Pero llegará un momento, en un tiempo no muy lejano, en el que la integración conquistará nuevos espacios, más allá de la pantalla. Porque en definitiva lo importante no es dónde o cómo se nos pueda ver. Lo importante es que estamos, y somos futuro.
VALERIA VEGAS ES ESCRITORA Y ARTICULISTA. SU ÚLTIMO LIBRO PUBLICADO ES LIBÉRATE: LA CULTURA LGTBQ QUE ABRIÓ CAMINO EN ESPAÑA (DOS BIGOTES)