“El franquismo fue una dictadura feroz y cruel también porque se infiltró en la vida cotidiana de las personas. Porque le hizo la vida imposible a mucha gente, y desde luego a los homosexuales y a las mujeres”. Son palabras de Almudena Grandes, hace dos años, en un acto de presentación de un libro sobre la represión de la homosexualidad en la España franquista.
«Fue la que mejor dio voz a los perseguidos de la historia reciente de España»
Almudena estuvo siempre en todas las causas justas, y lo estuvo con esa rotundidad que parecía inseparable de su físico, de su voz, de su energía impetuosa. Era una de esas personas que uno cree que no pueden morir nunca porque parecen indestructibles. Pero ha muerto. Demasiado pronto. Y todos los que tienen a sus espaldas una memoria de marginación, de represión o de abandono se han quedado un poco más solos. También las personas LGTBI, incluso aquellas que nunca leyeron a Almudena.
Desde su primera novela, en la que la libertina Lulú rompe los complejos sexuales de la época y abraza la diversidad, hasta La madre de Frankenstein, la última publicada en vida, Almudena Grandes exploró los conflictos y la memoria de los homosexuales y las lesbianas que tuvieron que vivir en los márgenes de la sociedad, escondidos. Se ha dicho de ella que fue la que mejor dio voz a los olvidados y a los perseguidos de la historia reciente de España, y sin duda es verdad.
Al hilo de esta muerte tan dolorosa, hay que recordar que la memoria de la represión LGTBI –en la segunda mitad del siglo XX, sin necesidad de remontarnos más atrás– tiene muchas deudas pendientes. Ojalá hubiera una Almudena Grandes, con su talento, dedicada a reconstruir la vida de tantos seres escondidos, castigados, privados de cualquier perspectiva de felicidad y escarnecidos simplemente por amar como amaban.
Este año se han cumplido cuatro décadas de la detección del primer caso de sida en el mundo y en España, y es evidente que falta mucho por contar. Análisis sesudos y crónicas históricas, pero sobre todo, al estilo de Almudena, historias intimas que retraten el tiempo y el dolor.
Aproximadamente en 1991, cuando el sida ya era una epidemia devastadora, una examiga un poco impetuosa trató de emparejarme con un amigo suyo que, como yo, estaba soltero. Ni siquiera me acuerdo de su nombre. Nos presentó en una fiesta literaria. A mí me gustaba –sin excesos–, y probablemente yo le gustaba a él, porque llegamos a tener luego una cita. Pero la falta de entusiasmo y la timidez impidió que aquella historia progresara.
Varios meses después me enteré de que había muerto de sida. Muchas veces he pensado en él, en esa persona de la que nada sé y que no significó nada en mi vida, pero que pudo haber cambiado completamente mi suerte. Eso que grandilocuentemente llamamos destino.
Hubo miles de personas que tuvieron historias semejantes. Azares que les mataron. Amores que les mataron. Ganas de vivir que acabaron con su vida. Esos relatos están más allá de las estadísticas, de los análisis y de las cifras. Hablan de la humillación, de la enfermedad, de la vergüenza y de la oscuridad que atravesamos todos en aquellos años. Del estigma que se puso en la piel de todos los que amaban de una forma diferente.
Hay libros que lo han contado, por supuesto, pero faltan muchos más. Porque la literatura es un ejercicio de indagación, de compromiso y de experiencia.
A Almudena Grandes la recordaremos por todo eso. Por habernos hecho sentir, como si hubiéramos estado allí, como si lo hubiéramos visto, el dolor, los sueños, los amores, la ilusión y la dulce mediocridad de tantas personas invisibles. De tantas personas olvidadas que en realidad no están olvidadas.