La segunda parte del título de este artículo, de sólo tres palabras, es la mitad de un verso de Calderón de la Barca. Forma parte del célebre monólogo de Segismundo en La vida es sueño, donde define al ave como “flor de pluma/o ramillete con alas”.
La primera, Philippe Jaroussky, de sólo dos palabras, encierra aún más poesía, pues es el nombre de un ser que ha venido a encarnar un ideal de perfección artística en el mundo que queremos construir, un mundo no binario, queer y andrógino, libre, rico y complejo. No temamos hablar de perfección; abandonemos ese absurdo prejuicio –que, como tantas tonterías, la sociedad trata de inculcarnos desde pequeños– según el cual semejante cosa no está al alcance de la especie humana: si así fuera, el arte no habría sido posible en ninguna de sus formas.
Cualquier momento es bueno para hablar de Philippe Jaroussky, pero el actual es especialmente oportuno porque en los últimos meses ha cantado un buen número de veces en España: Barcelona, Donostia, Madrid, Bilbao, Oviedo, Tenerife, Las Palmas. Y porque, hace no mucho, ha dirigido su primera ópera, Giulio Cesare de Haendel, en el Théâtre des Champs-Elysées de París –en junio fue a la Ópera de Montpellier– iniciando, con ella y con su debut como director de orquesta el año pasado en otra extraordinaria obra barroca, el oratorio Cain, overo il primo omicidio, de Alessandro Scarlatti, una nueva etapa en su extraordinaria carrera como músico y no sólo como cantante.
En Philippe Jaroussky, lo floral y lo aéreo se conjugan mágicamente; aunque en una serie ya considerable de publicaciones he comparado su voz, su manera de cantar y su interpretación con diversas materias luminosas y poéticas, aéreas y florales, siempre acuden a la mente nuevas metáforas que puedan ayudarnos en la difícil tarea de intentar reducir a términos concretos e inteligibles dentro del terreno musicológico sus peculiaridades. Para escribir sobre esta criatura inverosímil, el lenguaje debería ser tan inagotable como la propia música, pero tenemos que valernos de un instrumento limitado, en esfuerzo constante por expresar lo inexpresable.
Es una flor de lis, una flor muy francesa; aunque ha cantado poco barroco francés, nos compensa con sus prodigiosas interpretaciones de mélodies, un género íntimo y sensible desarrollado en Francia entre los siglos XIX y XX y basado en poemas: la música debe ser expresión del texto y de los sentimientos que éste comunica. Aparte de esto y de algunas incursiones en otras épocas y estilos, es la música de los siglos XVII y XVIII, de todos los períodos barrocos, la que se ha convertido desde el principio en su gran especialidad, adecuada como ninguna a su voz exquisita y cristalina, que posee un límpido color de soprano y calidades de voz blanca, infantil, que utiliza cuando es oportuno, y sobre todo un timbre absolutamente personal e inconfundible.
Todo ello me lleva incluso a la osadía de plantear su redefinición, sacándolo del cajón de sastre de los contratenores –clasificación que, aparte de todo, muchos de ellos consideran insuficiente– y proponiendo una categoría aparte: empezando porque la voz de contratenor se define como “voz masculina aguda” y la suya no es, gracias al cielo, una voz masculina sino algo mucho más sutil –adjetivo que combina lo delicado y lo perspicaz–, algo que transita por los espacios infinitos de la androginia, flota en la indefinición y de este modo resulta mucho más universal y habla a los recovecos más recónditos de nuestra sensibilidad y de nuestras emociones; se sitúa entre géneros y edades, más cerca de la complejidad y riqueza esencial del espíritu humano.
El tema de las aves canoras y el de las flores aparecen unidos frecuentemente en la poesía española del Renacimiento y del Barroco; el propio Calderón usa gran profusión de metáforas e imágenes que aproximan música y naturaleza, entre ellas las referentes a las aves y a su canto, aunque en ocasiones simplemente a su belleza y colorido. Muestra la influencia del lenguaje de Góngora, en especial el trueque de atributos, juego conceptual y verbal que consiste en intercambiar rasgos propios de elementos distintos, dándonos acceso a una dimensión poética insospechada de una realidad transfigurada; prepara asimismo el terreno para la sinestesia, figura retórica favorita de la poesía simbolista y modernista y que consiste en una transición entre impresiones sensoriales.
Bellas expresiones como las ‘cítaras de pluma’ para describir a las avescanoras pasan del cordobés al madrileño en multitud de obras, como en el auto sacramental La humildad coronada de las plantas: “¿Qué dulces ruiseñores/hoy son blandos clarines de las flores?”, o, invirtiendo los términos, en El nuevo palacio del Retiro, donde los clarines son “dulces pájaros de acero/que a sus voces desafían/los ruiseñores del viento”.
La pluma es algo que se tiene, que se suelta. Y que se disfruta. Con la flor no hay medias tintas: es algo que se es o no se es. En nuestro tiempo –y en la lengua española, claro está– la pluma ha venido a adquirir un significado más, tan simpático como enriquecedor –y que va mucho más allá de la faceta frívola a que con frecuencia se desea reducirla–, pero limitado y desvirtuado por la Real Academia de la Lengua cuando por fin entró en su diccionario. Se admite la acepción como coloquial y se define como “afeminamiento en el habla o los gestos de un varón”; como es bien sabido, las instituciones, el poder y el “sistema”, por definición, se creen y perpetúan el viejo cuento chino del género binario: que las personas se dividen en hombres y mujeres, o en machos y hembras, igual que el ganado que se cría para la reproducción.
Pero la lucha LGTBIQ no se va a detener, ni en lo social ni en lo cultural, y nos necesita a todos, cada uno en nuestro terreno: quienes nos situamos en lo queer, en el no binarismo, podemos aportar infinitos análisis e investigaciones sobre arte, literatura y música, trabajos que contribuyen a desmontar convencionalismos y prejuicios y a comprender mejor los productos culturales del pasado y el presente.
«El tema de las aves canoras y el de las flores aparecen unidos frecuentemente en la poesía española del Renacimiento y del Barroco; el propio Calderón usa gran profusión de metáforas e imágenes que aproximan música y naturaleza»
Esa lucha es necesaria porque sigue habiendo –y es de temer que habrá siempre– quienes, incluso en la esfera pública, combatan los avances con todas sus fuerzas, como el periodista francés Eric Zemmour, una joya: racista, xenófobo, machista y homófobo. En el librito que recogió las conversaciones de Philippe Jaroussky con el también periodista Vicent Agrech, publicado en 2019 con motivo de los veinte años de carrera del cantante, ambos aluden a Zemmour sin nombrarlo, aunque a este investigador no le costó mucho descubrir su identidad. Había dicho que Phiphi “contribuía a la feminización de la sociedad”. Como respuesta quizá baste, aparte de darle la razón, con darle la vuelta a su aserto: contribuir a la feminización de la sociedad es siempre algo positivo, puesto que lo que le sobra a esta sociedad es precisamente machirulismo.
En una entrevista televisiva conjunta [France 2] en 2011, Zemmourintenta atacarle con sus topicazos habituales y Phiphi contesta con su elegancia habitual, si bien el otro se hubiera merecido una respuesta más contundente. Este individuo se permite escribir sobre la Historia sin conocerla ni comprenderla –por no hablar de su ignorancia en materia musical y vocal, que lo lleva a confundir castrati y contratenores, por ejemplo– y postula una crisis de la civilización europea como consecuencia de una crisis de la sociedad patriarcal. Por supuesto, le horrorizan lo que denomina “la emergencia del poder gay”, la estética andrógina y todo cuanto ponga en cuestión los roles de género, y considera la “virilidad” amenazada por la música. Para actualizar el tema, añadiremos que se ha presentado a las elecciones presidenciales de 2022 con un partidillo de extrema derecha que obtuvo un siete por ciento, y por tanto hay que estarle agradecido, pues esos votos o parte de ellos se los quitó a Marine Le Pen.
Volviendo a asuntos más gratos, la relación de Phiphi Jaroussky con España se remonta a sus comienzos vocales, pues en 2000 cantó en el Teatro Real la ópera Celos aun del aire matan, con libreto precisamente de Calderón de la Barca y música de Juan Hidalgo, uno de los compositores más grandes de la España barroca. La importancia histórica de esta obra se ve acrecentada por el hecho de ser la única conservada de las tres óperas españolas compuestas en el siglo XVII. Perdida, recuperada por etapas bien entrado el XX y reconstruida por el gran musicólogo catalán Francesc Bonastre, fue por fin llevada a la escena por un equipo de lujo en los ultimísimos meses del siglo. En el reparto figuraba un Philippe casi adolescente de asombrosas cualidades en un papel para soprano aparentemente secundario pero esencial en el argumento, una mala malísima: Alecto, una de las tres Furias, los personajes mitológicos que causan la desdicha de los protagonistas por mandato de la vengativa diosa Diana. No obstante, fue una Furia encantadora con su dulce voz y su vestidito rosa –aparatoso como conviene a estas diosas–, si bien no hace con ello traición al texto, donde el personaje no recurre a la violencia, a la ira ni al terror sino a la persuasión engañosa.
Esta flor que perfuma nuestra vida ha cantado, en veintidós años de carrera, música profunda y filosófica, música tierna y sentida, música jugosa y divertida y grandes dramones como los que con la mayor frecuencia narran las óperas barrocas con sus brillantes papeles, que suelen exigir, aparte de tantas cosas, dotes actorales y una capacidad de concentración a toda prueba, como la que luce nuestro artista, quien ha contado que, en las escenas de amor con la soprano de turno, el desafío es que no le dé un ataque de risa.
Entre las piezas divertidas y picantes, que también las hay, debemos mencionar la canción de la monja –la muchacha que no quiere ser monja–, muy popular desde la Edad Media y objeto de numerosas versiones vocales e instrumentales en Italia y toda Europa durante el Renacimiento y también en los siglos XVII y XVIII. Responde a una situación real, las educandas de convento cuyas familias no podían darles la dote requerida para casarlas –o eran arrojadas allí por otros motivos– y que acababan por profesar muy contra su agrado, lo que convertía los conventos en almacenes de pobres chicas “sobrantes”. La graciosa letra, bien ajena a este drama, empieza «Madre, non mi far monaca”, insiste en que no corten un hábito para ella, echa pestes de la insoportable madre superiora, que se pasa el día gritando, y acaba exclamando “ojalá reviente”. Esa es la canción; en fin, si Phiphi se hiciera monja, seguro que muchos nos convertiríamos rápida y gustosamente al catolicismo.
«La ópera barroca nos lleva a un mundo anticonvencional y en cierto modo andrógino, un mundo de libertad –al menos artística– por lo que se refiere a la identidad de género»
La ópera barroca nos lleva a un mundo anticonvencional y en cierto modo andrógino, un mundo de libertad –al menos artística– por lo que se refiere a la identidad de género, empezando porque los papeles se asignaban a las voces apropiadas para ellos por su tesitura y color, fueran de hombre –la voz reina de la época es la del castrato, la voz del héroe, sin connotación alguna de ambigüedad o afeminamiento–, de mujer o de cualquier otra cosa. Así, todo el mundo hacía papeles masculinos o femeninos según sus características vocales.
La recuperación moderna de la ópera barroca conlleva la recuperación de toda una poética, y en ella la tipología de contratenor tiene una relevancia especial como posible sustituto, junto con mezzosopranos y contraltos –y en algún caso sopranos–, de los castrati, para los cuales fue en buena medida creada: ya sea el “alto” en el que se encuadran la mayoría de los contratenores, voz análoga a la de la contralto –con la que comparte registro aunque es más clara–, ya tesituras y colores más sopraniles.
Philippe Jaroussky en la ópera Only The Sound Remains de de la compositora finlandesa Kaija Saariaho que se vio en el Teatro Real en 2018.
Es perfectamente respetable la preferencia por voces rotundamente masculinas como las de Franco Fagioli, Jakub Józef Orlinski, Xavier Sabata, Carlos Mena o tantos otros –de hecho la mayoría–, voces que de ningún modo se podrían confundir con voces femeninas, pero el fascinante universo andrógino de Jaroussy es otra dimensión, acceder a la cual supone verse uno atrapado en la red sutil de su magia. A este respecto es preciso evitar un nuevo tópico, el de atribuir androginia a la voz de contratenor de forma automática, cuando sólo algunas de ellas, las menos, poseen esta cualidad tan especial, que por sí misma no las hace ni mejores ni peores, pero sí diferentes.
Por otra parte, hay que tener presente que la ambigüedad sexual y de género omnipresente en el teatro de los siglos XVII y XVIII en todas sus formas, también las musicales, no va “en serio”, sino que responde al gusto barroco por el disfraz, la confusión de identidades, el suspense y la sorpresa; en ningún momento se aspira a una verdadera transgresión y al final reina la ortodoxia. Con todo, la osadía es mucha, y más para la época; nuestro tiempo, en el que avanzan la presencia y el reconocimiento del no binarismo y lo queer, y el progreso de los derechos de la comunidad LGTBIQ, conecta con esa estética, más fluida en cuestión de género; Philippe Jaroussky dijo que juega mucho con esa ambigüedad, una sensualidad muy propia del Barroco; desde luego, nadie podría hacerlo mejor y no sólo por su voz, pues le ayudan su físico, su sensibilidad y su personalidad.
Y añade como no se haya visto nunca a nadie un rasgo que responde a la perfección a un concepto de la mayor importancia en la estética del Barroco y la Ilustración, sobre todo en Francia, donde se teorizó y reflexionó mucho acerca de estas cosas. En relación con la idea de lo sublime y con los nuevos conceptos de “gusto”–que es a la vez juicio y sensibilidad–, se hablaba del je ne sais quoi, el “no sé qué”, algo más allá de la belleza tangible y descriptible, es decir, algo que aquellos tratadistas identifican en lo esencial con la noción de gracia, que ha de acompañar a la belleza para que ésta llegue a causar todo su efecto, a conmover el alma. La manera de cantar de Jaroussky se sitúa en ese misterioso ámbito de un “algo más” apenas definible, un encanto especial que se sirve de un instrumento vocal incomparable y de una técnica refinada.
«Hay que tener presente que la ambigüedad sexual y de género omnipresente en el teatro de los siglos XVII y XVIII en todas sus formas, también las musicales, no va ‘en serio’, sino que responde al gusto barroco por el disfraz, la confusión de identidades, el suspense y la sorpresa»
Esa voz habla unas veces a la mente abstracta, otras habla al corazón y otras a los sentidos, porque la música y el canto se producen con el cuerpo y se perciben con el cuerpo, con los sentidos. Ha dicho que para una voz tan aérea y ligera como la suya lo difícil era encontrar un terreno sólido, anclarla en el cuerpo. Desde luego lo ha logrado; es la suya una voz inmaterial pero que a la vez participa de una sutil y refinada sensualidad.
Semejante conjunción de espiritualidad y abstracción, por una parte, y sensorialidad y sentimiento vivo y vivido, por otra, se manifiesta tanto en agilidades y pirotecnias virtuosistas como en las deliciosas líneas melódicas lentas y reflexivas, incluso melancólicas, donde Phiphi mejor expresa y vierte su personalidad. Y dentro de ellas, en pasajes que revelan la genialidad de compositor e intérprete, singularmente esas notas iniciales finísimas, casi un sonido abstracto, un sonido en estado puro. Algunas de estas notas, largas y sostenidas, adquieren mágicos colores según lo requerido por la música y lo sugerido por el acompañamiento y por los instrumentos con los que la voz dialoga (piano, cuerda, flauta, guitarra…).
Aunque tanto para el disfrute permanente como para el estudio y el análisis hemos de recurrir a los discos y grabaciones, hay que oírlo en directo, pues es así como da toda la dimensión de sus matices, relieves y colores, y por supuesto de su emoción y expresividad. Con todo, recomiendo los encantadores vídeos de grabaciones o ensayos con sus músicos, sobre todo el estupendo pianista Jérôme Ducros, que lo acompaña en el repertorio de mélodie y Schubert, y su conjunto Artaserse (que fundó en 2002); en ellos lo vemos en plena libertad, sin las limitaciones e inhibiciones de la sala de conciertos. Allí expresa las sensaciones de vivir la música, pues necesita bailar su música interior; canta con todo el cuerpo, danza con gracia de bailarina y se perciben la felicidad y la alegría de cantar y de crear música.
Es muy oportuno aplicarle un bello encomio de los muchos dedicados al castrato Baldassare Ferri y recogidos por Giovanni Andrea Bontempi, compositor, cantante y teórico, en su Historia Musica, de 1695: “La armonía de su voz, siendo concorde con la armonía de las esferas, hace inferior el canto mismo de los ángeles”. Por cierto que el autor y los que cita utilizan repetidamente los adjetivos “divino” y angélico”, que resulta que fueron los usados por James Bowman, el gran contratenor de la segunda generación, la siguiente al pionero Alfred Deller, para presentarlo como “el divino, angélico Philippe”.
En mi primera publicación sobre él dije que la suya era la voz más bella del mundo, pero eso es sólo una parte; la otra es su interpretación, su recreación de la música, su manera de darle vida. Hubo un tiempo en que le disgustaba que la gente se fijara sólo en la belleza de su timbre, en sus agudos extraordinarios y en su maestría técnica, y no en lo que más importa a todo músico, su capacidad para expresar y transmitir emociones. Sin embargo, hay que observar que una cosa va unida a la otra; ambas son inseparables. En el caso que nos ocupa, su recreación sobre todo de papeles operísticos es un espléndido ejemplo de la hechicería a la que puede llegar el tipo de artista, especialmente músico, que planteo como “intérprete-creador”, pero eso será materia de un próximo artículo.
En suma, aunque este investigador lograse desentrañar y describir con palabras las peculiaridades de su maravillosa voz -¿cómo describir precisa y adecuadamente lo que no se puede ver ni tocar?- siempre se hallaría ante un desafío todavía más difícil (y tentador): el misterio de la creación artística por obra y gracia de un ser único que convierte el mundo en un lugar mejor y más bello.