Hace ya 35 años que la ONU estableció el 1 de diciembre como Día Mundial de la Lucha contra el Sida. Lo hizo apenas siete años después de conocerse los primeros casos, lo que indica la gravedad de una pandemia que avanzaba imparable. Y empiezo admitiendo que hemos avanzado mucho, pero, por desgracia, las agendas de organizaciones comunitarias siguen llenas de retos. Desde la dificultad para acceder al tratamiento hasta el estigma, esa serie de prejuicios y discriminaciones que invaden tanto nuestra vida laboral como la familiar, la social o la sexual.
Seamos muy claros: es verdad que, si te tomas tu tratamiento –que es de por vida, y eso da un poco de pereza hasta que te acostumbras–, no te mueres de sida (hablo de diagnosticados después de 1997 y generalizando, que solo en España se registraron más de 300 fallecimientos por esta causa en 2021). Es un hecho que venimos de un pasado tan lúgubre que hay quien puede creer que con no morirnos ya tenemos suficiente. Pues se equivoca. Eso es sólo el primer paso. Para empezar, porque todavía hay más de nueve millones de personas en el mundo que no tienen acceso a los tratamientos que al resto nos han salvado, literalmente, la vida. Son datos de Onusida, a los que en España (y especialmente en Madrid) podemos añadir a esas personas a las que les ponemos tantas trabas burocráticas que tardan semanas o meses en conseguir las pastillas.
Pero –llamadnos ambiciosos– aspiramos a algo más que a seguir vivos, nosotros y el resto de la humanidad. Queremos que nuestras posibles parejas sexuales sepan que, como estamos bien tratados y la medicación hace su efecto, nos queda tan poco virus circulando por la sangre que, aunque tuviéramos una relación de riesgo, no podríamos transmitirle el VIH. Vamos, lo que significa el lema de Indetectable = Intransmisible, pero dicho más clarito.
Y ya que hablamos de parejas, nos gustaría que estas, sean de una noche o de por vida –si esto fuera el Horroróscopo, os llamaría ilusas por aspirar a ellas–, pudieran ir más tranquilas a la cita después de haberse encontrado a médicos informados que les han facilitado la profilaxis pre-exposición (una especie de antídoto preventivo) o que, si ha habido un accidente, les van a dar la post-exposición, o sea, la que actúa después de haber tenido la relación de riesgo.
Pero esto va más allá de nuestra intimidad. Porque nuestra mayor ilusión ahora es que si alguien se entera de que vivimos con el VIH no nos dé de lado. Que no nos dejen nuestros novios o novias, que ni perdamos el trabajo si lo tenemos ni se nos niegue el acceso al que aspiramos, que nos den esa maldita hipoteca, que nuestras familias nos sigan invitando en Navidad (o no, parafraseando a Rosalía).
Y, hablando de familias, ahora que vienen tiempos revueltos, es muy importante que en esas cenas podamos jugar, besar y achuchar a los peques de la familia sin cortapisas. Y que estos reciban la educación necesaria para saber que lo que nos pasa no es un castigo divino ni nada parecido, que a lo mejor no somos como la mayoría, pero que eso no nos hace menos valiosos; que ellos mismos tengan herramientas para evitar el virus, pero que, si no lo hacen, no van a recibir ni una mirada de odio o recelo de nadie. Que para ello seguimos luchando los mayores.