Muda, Las canciones, El tiempo que estemos juntos o La voluntad de creer son algunas de las exquisiteces que hemos saboreado del dramaturgo y director Pablo Messiez. Ahora vuelve a sorprender con su nueva producción, que tras el título Los gestos muestra su íntima declaración de intenciones en la que aboga por un original lenguaje tragicómico.
Puede que estas palabras parezcan vanas, pero a los que declaran que en el teatro ya está todo dicho, les recomiendo que sigan investigando, imaginando y trabajando; solo así pueden surgir piezas que asombren como lo hace Los gestos, que se acaba de estrenar en el CDN.
Los gestos apuesta por un idioma dramatúrgico en donde la sencillez se funde con la imaginación, para hacernos ver que un pequeño movimiento de un par de dedos, un guiño, una caída de cabeza, unos pies descalzos o una boca abierta son en sí mismos espectáculo y vida. No estamos ante una obra de fácil disfrute, Messiez es de los que requieren de la participación intelectual del público para crear historias que no se quedan solo sobre las tablas y abogan por rescatar las emociones surgidas de nuestra experiencia personal.
La manera de hablar, de decir, de moverse, de enfatizar la vida cuentan a veces tantas cosas como las palabras. Si te dejas atrapar por ellas sin prejuicios, soñando despierto, ya te ha atrapado esta compañía que domina diversas técnicas que sin pretenderlo llegan a hipnotizarte.
La historia en Los gestos importa, pero también lo hace el entorno, un acertado escenario –inventado por Mariana Tirantte– que, con elementos de siempre, como unas cuantas sillas o una pequeña tarima, crean un teatro dentro del teatro. Otros dispositivos bastante más sofisticados, como un ciclorama-pantalla multimedia, pueden llevarnos por ciudades del mundo, o incluirnos en la poética literatura histórica. La tecnología funciona apoyada por la experiencia de entender la iluminación de Carlos Marquerie, que no deja un foco fuera de sitio, usados con maestría para forjar ambientes tanto dentro como atravesando la cuarta pared.
Es en el elenco donde reside el encanto de un discurso que nos invita a dejarnos llevar por el juego de descubrir una pieza que nace ante nuestros ojos. Al comienzo da la impresión de que nada está preparado, que se está ensayando para construir desde el vacío una sesión que va tomando forma con cada gesto. Hay una diferencia rotunda en las destrezas de los integrantes de la compañía; cada uno sabe mucho de lo suyo, pero no se asusta al salirse de su zona de confort y lanzarse a la innovación salvaje.
El pilar en el que técnicos y artistas se apoyan es un texto que parece nacer de escritos inconexos al aire libre en las mesas de cafés solitarios. Yo soy de los que se alucinan al ver a esos escritores de velador creando mundos imaginados o copiados de las anécdotas que a su lado pasan. No sé si será el caso, pero estos Gestos nacidos del notebook de Messiez parecen parientes de esas creaciones a vuelapluma de imágenes descubiertas entre vapores de infusión o botellines a medio terminar. Puede que a priori todo esté demasiado revuelto para levantar una historia con principio y final, pero el discurso funciona; volando entre lo surrealista y la naturalidad de la sorpresa.
Los gestos comienza con la acertada aparición de Nacho Sánchez, que en el papel de lector un tanto ido, repasa textos consagrados. Mientras tanto, nos enteramos de que la pareja formada por un director de escena, en la piel de Emilio Tomé y una apabullante Fernanda Orazi, que desea ser la reencarnación de la cantante Mina, investiga cómo sacar partido de las formas de mover manos y pies para comenzar una función en un nuevo local rescatado de las salas cerradas por la delegada de cultura del ayuntamiento. “Este espacio es mío», declara, «tan mío como de todos los que estáis sentados mirando, eso significa un recinto público”. Se afirma que no se trata de un drama reivindicativo, pero se roza el término.
Como en cualquier vodevil que se precie, hay alivio cómico en el pianista Manuel Egozkue, que busca desesperadamente a quien le pague por trabajar, pero al que siempre se le hace pronto o tarde, nunca está en su sitio y vagabundea entre las butacas, cuando no se contagia por este loco mundo gestual que hechiza a quien lo prueba. Juega con profesión sobre su piano, pero también con su voz y sus ademanes, de tal manera que a veces dan ganas de seguirle por los pasillos para formar parte del pasatiempo propuesto.
La sorpresa surge de la bailarina Elena Córdoba, la eterna madre acompañadora de la cantante que, de ser una negra sombra en una esquina, pasa a gesticular como nadie y comparte con los intérpretes un lenguaje coreográfico que brota como por arte de magia. Sus cortos solos danzando y acompañados de palabras son terrenales y desvían la atención de la semilocura que rige este carnaval intelectual de un libreto demasiado contemporáneo para ser comprendido por todos.
No es tan importante entender el conjunto de pe a pa; lo que Messiez propone es dejarse arrastrar por esta onírica experiencia en la que el que baila, canta, el que canta, actúa, el que dirige, gesticula, el que recita, posa y los que observamos leemos, iluminados y boquiabiertos.
⭐⭐⭐⭐⭐