El (más que necesario) activismo frívolo del colectivo LGTBIQ+

La revista Shangay ha acompañado a las personas LGTBIQ+ durante 30 años, y Luisgé Martín hace un balance sobre la evolución del colectivo y la propia publicación.

Carroza de Shangay en el Orgullo LGTBIQ+ de Madrid
Carroza de Shangay en el Orgullo LGTBIQ+ de Madrid
Luisgé Martín

Luisgé Martín

Luisgé Martín es articulista y escritor. Su última obra publicada es '¿Soy yo normal?' de Anagrama.

24 enero, 2024
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Hace treinta años, cuando Shangay comenzó a andar, yo no tenía previsto ser feliz. Estaba todavía tratando de encontrar las mejores maneras de no ser demasiado desgraciado. Justo acababa de tener mi primer novio de verdad y a continuación mi primera ruptura sentimental dolorosa, lo que me confirmó en la idea de que ser homosexual era, sobre todo, una tarea triste. Luego, de repente, todo empezó a cambiar muy rápido.

Empezamos a salir en las series de televisión, a cogernos de la mano más allá del perímetro de seguridad de las ciudades, a besarnos en locales que no eran gais y a saber que había jueces, astronautas e ingenieros que también amaban del revés.

Presentación libro Shangay

Parte de las portadas de Shangay

Empezamos a sumar letras, y a las lesbianas, los gais, los bisexuales y los transexuales se unieron los intersexuales, los queer y los plus, que son todos aquellos que respiran con branquias fuera del agua. Empezamos a sentir algo parecido al respeto y el amor de los otros. Shangay estuvo ahí retratándolo todo durante estos treinta años. Mi género preferido fue siempre el de las entrevistas, muchas de ellas realizadas por el incansable Cascales, que ha vivido toda su vida entre divas y chicos guapos. Pero de Shangay, como del cerdo, me interesaba todo, incluso la publicidad: gracias a ella descubrí películas u obras de teatro que de otra forma no habría visto o tratamientos de belleza que desgraciadamente no hice a tiempo.

Shangay ha sido la revista de papel más duradera de todas las que nos han acompañado a lo largo de la vida. Ha ido mejorando al tiempo que nosotros –casi sin excepción– íbamos empeorando. Desde el primer número, Shangay eligió mirar el mundo LGTBIQ+ como si pudiéramos ser felices. Como si esa condena a la desdicha dictada durante décadas pudiera ser cancelada y tuviéramos derecho a preocuparnos de las cosas terrenales. Todavía recuerdo que, en sus primeros tiempos, cuando todas las publicaciones gais eran pornográficas o activistas militantes, Shangay recibía la acusación de ser ‘frívola’. Justamente porque hablaba de todo: de viajes, de potingues, de actores sexys y de manifestaciones del Orgullo.

Yo creo que los seres humanos estamos hechos para ser razonablemente frívolos. La vida es demasiado intensa como para gastarla en dramas innecesarios. Por eso Shangay ha durado tantos años. Porque se parece a nuestras ganas de ser felices. Con el paso del tiempo y la llegada de los derechos LGTBIQ+, nos acostumbramos a serlo. O a tener al menos la oportunidad de serlo. Yo conocí a otro novio que se hizo marido y con el que llevo viviendo veinticinco años.

Dejé de fingir y de esconderme. Escribí columnas en Shangay hablando de cosas sesudas y de cosas frívolas. Y fui envejeciendo sin dejar de leer nunca –aunque fuera apresuradamente– esta revista. Hace pocos años han vuelto los matones a las calles. Empezaron preguntándonos: “¿Qué más queréis? Ya lo tenéis todo: matrimonio, cambio de sexo, series de televisión con protagonistas estelares. ¿Qué más queréis?”.

Y después siguieron, poco a poco, recuperando ese lenguaje de taberna bravucón y esa chulería cobarde de quien es incapaz de entender la vida pero se atreve a pontificar sobre ella. En un verano, yo me paré a pensar sobre eso: ¿qué más quiero? Y la respuesta me vino rápida: la juventud que no tuve. Esa no me la devolverá ningún Gobierno ni ninguna transformación social, y me creo con derecho, por lo tanto, a quejarme hasta que me muera. Lo tengo todo, sí, menos el primer amor y los recuerdos adolescentes de los dieciséis años. Si avanza mucho la neurocibernética y me los implantan en el cerebro, prometo no volver a lamentarme. Mientras tanto, déjenme seguir siendo, como Shangay, un frívolo activista. Y un viejo melancólico.

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